Todas las tardes me siento en la mesa del salón para hacer la tarea que el maestro nos manda. A mi lado siempre está Shalem, el gato que un día apareció en casa y decidió quedarse para siempre. Mi Yaya se encarga de que no me despiste, una mujer que siempre me incide en el estudio para que no me pase como a ella, que no sabe leer ni escribir.
Siempre me ha sorprendido su pelo blanco, que contrasta con la ropa negra por el luto de mi abuelo. Su sempiterno delantal esconde en sus bolsillos caramelos, pañuelos o imperdibles. Nunca se cansa de tejer mantas de colores para que no pasemos frío en invierno.
— Yaya, ¿te puedo hacer una pregunta? Le contesto mientras abro el cuaderno de lengua.
— Dime hijo.
— ¿Te da miedo Halloween? Es que yo…
— El día de los difuntos no es algo que te tenga que dar miedo cariño. Me comenta mientras deja la labor y llama a Shalem.
— Pero Yaya me da mucho miedo la gente que se esconde detrás de una máscara, y si me hacen algo malo.
Shalem se acerca a sus pies y comienza a ronronear, mi abuela le acaricia la cabeza y vuelve a retomar su labor.
— Cariño no tienes que tener miedo, son niños como tú.
— Pero Yaya….
— Recuerda quién es tu padre y quién fue tu abuelo, los hombres nunca lloran y tú menos. Me dice mientras fija sus ojos en mí.
— Yaya, ¿Echas de menos al yayo?
Deja los moldes con la manta de color granate que me prepara para este invierno, coge a Shalem en brazos y comienza a acariciarle la cabeza.
— Tú abuelo está con nosotros, nos cuida y vigila para que no nos ocurra nada malo. Ahora ve a abrir a tu madre que acabo de escuchar la puerta del ascensor.
Antes de llegar a la puerta escucho la llave y mi madre entra cargada de flores, con una patada cierra la puerta y apoya toda la carga encima de la mesa.
— ¿Has hecho los deberes? Me dice mientras pone una esponja verde para flores a remojar en el fregador.
— Sí, también cambié la arena de Shalem y ordené mi cuarto.
— Muy bien cariño. Mañana por la tarde vienen los primos para que vayas con ellos a la fiesta de Halloween del colegio.
— No quiero ir mamá. Le contesto con la cabeza gacha.
Ordena de forma casi enfermiza las flores por colores y categorías para formar las tarrinas y ramos que engalanarán los nichos familiares. Gira su cabeza, me mira fijamente y apoya su mano en mi cabeza.
— Tienes que ir con niños de tu edad cariño, no puedes estar todo el día en casa solo.
— No estoy solo mamá….
— Shalem es una bendición para nosotros, pero no puede ser tu mejor amigo. Me interrumpe mientras llama al gato para ofrecerle una chuchería que le ha comprado.
— Pero mamá.
— Ni mamá ni leches, mañana vienen los primos a por ti por la tarde y te vas a ir a la fiesta de Halloween con ellos. Yo te recogeré a eso de las ocho de la tarde, que al día siguiente tenemos que madrugar.
Con mi madre no se puede discutir, así que me alejo cabizbajo con Shalem entrecruzándose entre mis piernas y miro con tristeza a mi Yaya que continúa tejiendo en su mecedora. Mientras, mi madre continúa ordenando las flores en voz alta: Estas son para la Yaya, estas son para el Yayo y las rosas rojas son para mí Antonio, que en paz descanse.
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