El día 23 de abril está marcado en rojo en el calendario por cualquier amante de los libros. Una jornada en la que todas las ciudades, a pesar de su tamaño, facilitan a las librerías un espacio en sus calles para que los autores puedan presentarse en sociedad. De esta forma abandonan las fotos de las solapas y se muestran antes sus lectores, ya sean pasados o futuros, para demostrarles que no viven en una torre de marfil.
Una jornada que invita a que todos esos garantes de la
cultura puedan recomendar las últimas obras con las que han disfrutado, o descubrir
a sus lectores a ese autor novel que sólo los más entendidos han sabido
reconocer en primero lugar. Sin olvidarnos de esos clásicos que siempre tienen
sitio en todas las bibliotecas personales: Dumas, Sábato, Verne y un largo
etcétera están esperando a los niños para revelarles las más variopintas
aventuras.
Es en este tipo de onomástica cualquier periodista cultural
disfruta como un enano. Empiezas unas semanas antes con la preselección de
aquellas obras que te han impactado desde el último 23 de abril, luego te pones
a pensar en aquellos clásicos que siempre tienen que estar presentes en una
buena columna cultural y al final acabas decepcionado por no tener el
suficiente espacio para enseñar el elenco de obras que crees imprescindibles.
Todo esto sería así en un mundo justo, pero en los
tiempos que corren para el periodismo patrio esta escena es una auténtica
utopía. Tonto de mí, decidí abrir el periódico de tira cercana para encontrar
nuevas recomendaciones literarias. Al abrir las páginas de cultura me encontré
al pequeño burgués haciendo de las suyas.
A este personaje no se le ocurrió otra cosa que
utilizar su espacio semanal para hablar de uno de esos grupos casposos que
abundan por la geografía ibérica. Lo peor de todo es que no me extraña nada lo
acontecido, es algo que se viene gestando en la sociedad actual durante los
últimos años. La endogamia indiscriminada nos ha llevado a tiempos de
hechizados.
El lector medio se preguntará el motivo del término
hechizado, y no es por ninguna serie de esas de Netflix que tanto gustan a la
reserva intelectual de nuestro país. La razón de utilizarlo viene por nuestro
queridísimo Carlos II, el último de los Austrias. Dice la leyenda que lo hechizaron
para que no tuviera hijos, también dicen las malas lenguas que es el producto
de décadas de endogamia familiar.
Nos encontramos en la misma situación, la endogamia
familiar ha traído a una panda de malformados intelectuales que se creen
cargados de razones. Te miran de soslayo con ese aire ridículo que sólo los ‘chavs’
tienen en su haber, después realizan ese comentario estúpido con tintes
intelectuales, para marcharse a paso firme y riendo cual Reilly creyendo en su
superioridad moral.
Por todos lados se encuentran este tipo de personajes,
como los buenos parásitos se enganchan en su huésped y se multiplican a marchas
forzadas. Da igual dónde y cuándo mires, siempre habrá un hechizado que balbucea
ante cualquier imprevisto de la vida. Sólo saben dar lecciones de moral y
destacar lo mucho que se han esforzado en la vida para disfrutar de su
situación de privilegio.
Y tú, pequeño burgués, eres uno de esos hechizados.
Tienes un altavoz precioso para fomentar el hábito de la lectura y prefieres
hablar de nimiedades de tu triste vida.
Dispones de una de esas situaciones para dar valor a tu profesión, para
demostrar que la posición que ostentas en la vida no un holograma formado por
papaíto y lo fastidias con tonterías de niño mimado. Decía mi abuela, sabia
ella, que Dios le da pan a quien no tiene dientes.
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