Si algún día tienes que irte de aquí hazlo por la puerta pequeña, que la grande hace demasiado ruido.
- ¡Eres una zorra!, dije mientras lanzaba una botella de cerveza vacía contra la pared.
- Soy una mujer con necesidades, y tú un hombre impotente.
- ¿Impotente? No, desilusionado.
- Sabías que esto podía ocurrir, no me vengas ahora con el cuento de macho herido, dijo mientras encendía un cigarro.
- Pues vete de aquí y no vuelvas, no me gusta tu presencia. Y deja de fumar de una vez dentro de casa. Dije mientras me sentaba en el borde de la cama.
- Para eso vine a verte… dijo mientras apagaba el cigarrillo en un cenicero.
- No has ganado un duro en los últimos meses, así que me quedo con el alquiler de este pisito. Me dijo mientras buscaba mi maleta en el armario.
- ¿Cómo? Le dije.
- Pues que ayer hablé con la casera y está de acuerdo en echar de su propiedad a un borracho y asqueroso hombre sin trabajo. Si te gusta bien y si no pues llama a la policía. Seguro que creen a un hombre y no a dos mujeres desvalidas.
- Eres una zorra. Le dije mientras tiraba mis pocas pertenencias a la maleta.
Mientras llenaba la maleta, mi ex mujer -omitiré su nombre por desprecio- deambulaba por la casa recogiendo todo lo que le recordaba a mí: Una botella vacía por aquí, una camisa rota por allá y mucho odio y rencor por toda la casa.
Ya no recuerdo que número es esta, ya pasan de la decena con la que he estado. Espero que la siguiente sea más de mi agrado. Lo que no recuerdo es como llegué a esta situación tan, digamos, embarazosa.
Respondiendo a necesidades imperiosas de dinero acepté trabajo en el gabinete de un detective privado.
Suena muy extraño, pero no dista de ser un trabajo más. Tienes una rutina que cumplir en cada caso, a pesar de las particularidades que se puedan presentar. A los pocos meses mi jefe me felicitó por la excelente labor que estaba llevando a cabo; mi aspecto de normal tirando a borracho ayudaba mucho en las vigilancias.
Como premio por el buen trabajo que estaba haciendo, me ascendió a investigador en solitario. Estaba preparado para mi primer caso. Sin embargo, ahora que no era ayudante la remuneración era muy diferente; dependía exclusivamente de lo que cobrara de los clientes y debía dar un tanto por ciento a mi jefe por buscarme los contactos. No obstante, estaba muy contento, ya que me consideraba un buen investigador.
No tardó en llegar la primera oferta para mí. Una mañana calurosa de mayo mi jefe me dejó unos informes en mi nueva mesa.
- Algo fácil y que te dará un buen fajo de billetes.
- ¿De qué se trata? Le dije mientras abría los informes.
- Es el tópico numero uno. Una esposa que no se fía de su marido. Paga en efectivo.
- No está mal, viendo la sequía de pasta de los últimos meses va a ser un trabajo fácil y bien remunerado.
La emoción de los primeros días pasó rápidamente. El marido era aburrido a más no poder. Todos los días se marchaba al trabajo, desde casa, sobre las 8 y media de la mañana. Desde las 9 hasta las 2 estaba en la oficina, después se marchaba a casa a comer para volver al trabajo a las 3 y media.
Lunes, miércoles y viernes iba al gimnasio y volvía a casa, los demás días se dirigía a su hogar directamente. Los fines de semana tampoco eran muy moviditos: Solía ir con los amigos o con algún familiar a tomar unas copas durante el día, no obstante, siempre estaba en casa antes de las 10 de la noche; si este hombre tenía una aventura la escondía muy bien.
Tras tres meses de vigilancia ininterrumpida me harté y dejé de seguirle. O sabía que lo estaban vigilando o era un tipo triste y normal; no hacía nada fuera de su rutina. Decidí ir a casa para dar una alegría a mi chica, llevaba unas semanas muy raras. A veces me recibía muy contenta, sin embargo, otras ni me dirigía la palabra. Además, llevaba demasiado tiempo sin pasar una noche romántica con mi amada.
Estacioné frente al edificio-pensión donde vivíamos, saludé a la ‘simpática’ de mi casera y subí las escaleras con una botella de vino y una bonita rosa. Abrí la puerta silenciosamente para dar una sorpresa a mi amada. Todo el piso estaba en silencio, solamente se escuchaba la televisión procedente de la habitación donde dormíamos.
Al abrir la puerta de la habitación encontré a mi mujer encima de una señora, enfrascada en un 69 bestial. La televisión solo servía para disimular los gemidos de gozo que las dos mujeres estaban teniendo.
Solamente cuando la botella que llevaba en la mano se hizo añicos contra el suelo, las dos mujeres salieron de su letargo. Mi mujer me miraba con cara de circunstancias y felicidad a la vez, como si se hubiera quitado un peso de encima. Cuando la otra giró el cuello pude ver su cara fácilmente. Era la misma mujer que me había contratado para que vigilara a su marido. Muchas cosas empezaron a encajar desde ese momento.
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