martes, 7 de febrero de 2017

¿Qué horas es?




La vida de un opositor es triste, repetitiva y aburrida. Si a eso le sumas que tienes más de treinta años y lo compaginas con un trabajo de mierda pues te sale una mezcolanza tan voluble como la nitroglicerina. Esto explica que cada vez que tenga unos días libres aproveche para visitar el pueblo de mis padres, disfrutar de un poco de paz y olvidar lo mal que me lo he montado en la vida.


Sentado en la mesa de uno de los locales del paseo marítimo estaba disfrutando del sonido de las olas, del olor a salinidad y de un café bien cargado cuando vi una figura harto conocida. Bajo la protección de mis Ray-Ban  observaba como una mujer madura recorría el paseo ataviada con unos vaqueros desgastados, un abrigo demasiado largo para su talla y el pelo recogido en un pequeño moño alto.

Esos ojos verdes habían perdido la luz, a pesar de vigilar de forma detenida a una pequeñaja que corría a su alrededor con un abrigo rosa, no dejaba de mirar al mar y suspirar. Quizá se acuerde de esos años en los que lloraba mucho más pero dolía menos, esos años en los que disfrutaba del mar con su hermana y amigas, esos años en los que conoció a un chico delgadito, con el pelo rapado y lleno de promesas.

Ni siquiera fue consciente de las miradas de ese hombre sentado en la terraza junto a su maleta. Conforme se acercaba, y a pesar de los pliegues de ropa que llevaba, pude comprobar que el paso del tiempo no había hecho mella en su belleza Mediterránea: siempre le comentaba que parecía sacada de un relato de Homero, en cualquier momento bajaría un Dios para secuestrar su belleza.

Pequeñas arrugas surcaban el contorno de los ojos y acentuaban aún más la ojeras de preocupaciones recientes, además esos hoyuelos que surgían al mostrar la más bella de las sonrisas ya no aparecían. Una careta siniestra y fría había sustituido su luz jovial, el otoño había traído consigo las primeras hojas caducas y con ellas el frío.

Desde mi posición privilegiada la vi acercarse con paso irregular, a pesar de la lejanía mi cerebro trajo consigo ese olor característico que un día consiguió atraparme. No pude resistirme y llamé su atención con un simple gesto de mi brazo.  En un principio miró a su alrededor y se señaló con la mano para comprobar que me dirigía a ella, cuando comprobó que mi respuesta era afirmativa se acercó apresuradamente.

Mis sentidos me engañaban, hasta el más curtido empirista habría rozado la locura si estuviera en mi posición. La mujer que había llamado se había convertido en esa chica que tantas veces había tenido entre mis brazos: le había crecido el pelo, había desaparecido la tristeza de su cara y el olor tan característico de la arena mezclada con el bronceador de zanahoria fluctuaba hasta mí. Tres pasos más y volvería disfrutar de su compañía.

Mi corazón comenzó a precipitarse, como si de un examen de oposición se tratara, al acercarse más mi mente empezó a recordar imágenes y momentos que parecían olvidados — Disculpe, ¿Le conozco? — Fueron las primeras palabras con las que se dirigía a mí en poco más de 25 años. Quería decirle que fue el amor de mi vida, que era la única persona que había conseguido arrancarme una sonrisa de felicidad original, pero lo único que salió de mi cerebro atrofiado fueron las palabras: ¿Tienes hora, es que tengo que coger un autobús?


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