miércoles, 22 de marzo de 2017

El hombre que acariciaba los tomates




Hoy estoy aquí para dar el pistoletazo de salida a los diferentes actos que se van a realizar para conmemorar el día de la poesía. Todavía me pregunto el motivo por el que he sido elegido para este acto, supongo que los tres primeros aspirantes no han querido venir o el que tiene el premio al mejor libro de esta Comunidad Autónoma no hace nada gratis.


La decisión la tomé una tarde con varios litros de cerveza recorriendo mis venas y mi último ordenador deconstruyéndose contra el armario carísimo de un hotel de cinco estrellas.  Decidí venir aquí, no porque sea un especialista en la materia, decidí venir aquí porque quería homenajear a mi abuelo.

Hace más de cuarenta años que paseaba de su mano por esta misma plaza cuando visioné un acto como el que estamos celebrando ahora mismo. Me llevaba casi a rastras para llegar a tiempo al mercado cuando vi a varias personas recitando en medio de la plaza, todos ellos trajeados, con sus bigotes a cepillo y el resplandor del sol en su pelo.

No se puede parar la curiosidad de un chiquillo, así que le pregunté que era aquello que hacían esos hombres con olor a alcanfor.   Están recitando su poesía, dijo mientras tiraba de la mano para que no me parara. ¿Por qué no estás tú con ellos si te encanta la poesía? Le pregunté antes de que saliéramos de la plaza.

Cuando comprobó que habíamos salido de la vista de los grandes poetas de la ciudad, se agachó, me miró fijamente y me dijo que ellos no aceptaban a los cabreros. Me subió a su espalda y comenzó a caminar cada vez más deprisa en pos del mercado de los domingos.

Una respuesta que no paró la curiosidad de un niño de corta edad, así que no tuve más remedio que preguntarle por esta respuesta tan curiosa, ya que mi abuelo nunca había sido cabrero. Mientras me llevaba a cuestas me dijo que el mejor poeta que había conocido era un simple cabrero, y que a esos hombres trajeados los cabreros les gustan en el monte no en los libros.

Al llegar al mercado me dijo que me callara un momento, se paró y comenzó a acariciar los tomates uno a uno en busca del que necesitaba para la comida. Cuando eligió uno me miró y me comentó que todo el mundo nace con un don muy particular, el suyo era reconocer los mejores tomates con sólo acariciarlos y el del cabrero era ser el mejor poeta del mundo.

Volvimos a casa y al coger mi peonza olvidé la imagen de esos señores recitando poesía en la plaza de la ciudad.  Cuando murió, mi madre me pidió que ordenara sus libros y encontré al amigo cabrero de mi abuelo. Al coger uno de esos libros encontré de puño y letra de mi abuelo unas palabras: “Carles, nunca olvides que los cabreros también pueden ser poetas. No hagas caso a los monstruos que se esconden al final de la calle”.

Ese era mi abuelo, un simple labriego que aprendió a leer gracias a su padre. Hoy, por primera vez en esta ciudad se escucharán las palabras de un cabrero en la plaza principal. Abuelo,  Gracias por presentarme a tu amigo, queda poco para que volvamos a vernos.

Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma: ¿quién,
quién levantó los olivos?

No los levantó la nada,
ni el dinero, ni el señor,
sino la tierra callada,
el trabajo y el sudor.

Unidos al agua pura
y a los planetas unidos,
los tres dieron la hermosura
de los troncos retorcidos.

Levántate, olivo cano,
dijeron al pie del viento.
Y el olivo alzó una mano
poderosa de cimiento.

Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma: ¿quién
amamantó los olivos?

Vuestra sangre, vuestra vida,
no la del explotador
que se enriqueció en la herida
generosa del sudor.

No la del terrateniente
que os sepultó en la pobreza,
que os pisoteó la frente,
que os redujo la cabeza.

Árboles que vuestro afán
consagró al centro del día
eran principio de un pan
que sólo el otro comía.

¡Cuántos siglos de aceituna,
los pies y las manos presos,
sol a sol y luna a luna,
pesan sobre vuestros huesos!

Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
pregunta mi alma: ¿de quién,
de quién son estos olivos?

Jaén, levántate brava
sobre tus piedras lunares,
no vayas a ser esclava
con todos tus olivares.

Dentro de la claridad
del aceite y sus aromas,
indican tu libertad
la libertad de tus lomas.

Miguel Hernández 

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