viernes, 13 de abril de 2018

Otro día en el supermercado




Un día más en mi vida, un día menos para sellar el paro. Las hojas del calendario ya no caen, ahora es digital y me indica los días que faltan para el ‘evento’ indicado. Miras al techo y no contesta, el muy cabrón sólo habla cuando quiere echarte el puro o joderte algún lío de faldas.


En la mesilla, justo al lado del Smartphone multifunción, está la foto de la graduación del colegio; para Rilke la verdadera patria del hombre es la infancia, para mí fueron años de humillación y hambre. La imagen de tanto hijo de puta junto me ayuda a recordar el porqué de mi existencia.

Desde el fondo del pasillo escucho la voz de mi madre,  enfadada con el mundo que le muestran a través de la televisión. Siempre importunando a la pobre tele con sus quejas y sus lamentaciones, un aparato que funciona mejor que un psicólogo y embauca como el mejor camello. La hora que es no tardará en aparecer por mi habitación para encargarme algún tipo de recado.

Para evitar un disgusto, me visto y salgo en pos de mi madre. Con este pequeño gesto, consigo que su carácter torne un poco más dulce y evito la primera reprimenda del día. Ahí está, con el delantal que tía Paquita le trajo de los cerros de Úbeda y la tele a todo trapo con el magazine de la mañana.

Ya era hora de que levantaras ese cuerpo de la cama. Me chilla desde la esquina de la cocina.

Hoy me he levantado temprano, no tendrás queja. Le contesto antes de verter un poco de café en una pequeña taza.

Si te levantaras temprano para ir a trabajar no tendría queja alguna, pero lo haces porque te quieres ir al bar con los vagos del bar.

Mamá….

Ni mamá ni leches, ahí tienes la lista de la compra. Tira al supermercado que en diez minutos abrirá, lo mismo pillas ofertas.

No hay más discusión, si mi madre da una orden sólo queda obedecer y asentir. Las canas son como los galones, cuantas más hay mayor es la capacidad de orden del individuo, y mi madre tiene toda la cabeza blanca.

Salgo de casa con la lista de la compra y el dinero justo, no le gusta que me quede con algo de calderilla para mis gastos. Por esta razón sólo puedo coger veinte centimillos para comprar un cigarro en el chino de la esquina.  Una pequeña acción que provoca que tenga que esperar al puto semáforo de la esquina, si existiera una definición de pérdida de tiempo esa sería este trasto del demonio.

Antes de entrar al chino veo que hay un abuelo esperando a que se ponga verde el semáforo. Al pobre hombre se le ve que le pesan los años, con su carrito por delante como si fuera un andador cruza lentamente. Justo cuando el chino me vende el cigarro salgo por patas para no pararme en el semáforo, pero es demasiado tarde. Desde el otro lado de la calle veo al pobre viejete dirigiéndose al supermercado con su ritmo pausado.

Por  fin se pone el semáforo en verde, me ha dado tiempo a fumarme casi todo el cigarro. Salgo disparado hacia el supermercado, que la hora que es ya tienen que estar las abuelas jugando a Mad Max con los carritos. La semana pasada me jodieron la espinilla con un Rolser negro, todo para coger una ensalada con un 30% de descuento por consumo preferente.

Directo al mostrador de carne envasada, lo mismo hoy consigo un poco de ternera y mi madre se siente orgulloso de mí. Desde el final del pasillo vislumbro el expositor de carne, a pesar de mi vista cansada veo la pegatina de 30% de descuento en una bandeja de la zona de ternera y parece que es la única.

Miro hacia los lados y aprieto el paso todo lo posible, no hay que olvidar que un hombre de cuarenta años, parado y con los pantalones caídos no puede correr por los pasillos del supermercado. Unos pocos metros y llego a mi destino. Una figura aparece desde el pasillo de la pescadería, lento pero seguro extiende la mano y me quita la bandeja de carne por unos segundos. El viejete del carro.

Dirijo mi cuerpo hacia la pescadería, por eso de disimular que me había pegado un sprint para coger un producto de oferta. Mi cabeza sólo da vueltas y vueltas, mi madre me dará otra vez la charla y seguro que se entera que llegué tarde al súper por comprarme un cigarro en el chino. No sé como coño lo hace, pero tiene confidentes en todas las esquinas del barrio.

En mi cabeza resuenan las palabras sabias de mi madre: “Recuerda que los sábados siempre ponen la verdura en oferta, hay cosas que están toda la semana y no las pueden dejar hasta el lunes”. Perfecto, tengo una oportunidad de redimirme. Antes de cambiar mi rumbo, el pescadero sale de la cámara frigorífica y me saluda.

Carles. Me saluda envuelto en su inmenso delantal y con las botas de agua azul metálico.

¿Qué tal Damián?

Jodido tío, anoche perdimos en liga y me acosté cabreado. Contesta mientras corta en rodajas un salmón.

Más jodido estoy yo, que me fastidió la combinada y he perdido 80 pavos.

Calla, calla, que me pasó algo parecido también.

Sabes si hay algo de oferta, ya sabes como es mi madre con estas cosas. Le digo entre susurros.

Después de una leve carcajada me contesta:

Creo que las chicas estaban poniendo algunas ofertas en la zona de las verduras, ensaladas, brócoli y ajos tiernos.

Ajos tiernos, no jodas. Eso le encanta a mi madre, si lo consigo seguro que me da una propinilla para este finde.

Pues tira, que creo que sólo tenían un par de manojos.

Saludo a la carrera, pongo otra vez el turbo y me dirijo hacia el pasillo de las verduras. Uno de los epicentros de conflicto en el supermercado, aquí es dónde las viejetas se ponen más agresivas. Suelen afilar los embellecedores de las ruedas de los carritos para arañar piernas y quitarse de en medio a sus competidores.

No tardo mucho en llegar, dos zancadas y un pequeño atajo a través de la sección de bebidas espirituosas me ponen a las puertas del pasillo de las verduras. No me lo puedo creer, ahí está otra vez el viejete del carrito cogiendo lo que yo venía a buscar con sus manos arrugadas. Esto parece una broma de mal gusto.

Al final volveré con las manos vacías y mi madre se enfadará, creo que todavía queda brócoli en oferta. Si me llevo demasiado tendré que comerlo durante tres o cuatro días en diferentes variaciones culinarias, mejor me llevo uno y cojo el pan del día. Todo esto me pasa por pararme a comprar un puto cigarro, mira que me tienen dicho que es una adicción de mierda.

Cuando llego a la zona de panadería me encuentro con Conchi, la chica que está encargada de hornear el pan y que siempre me guarda ese de semillas que tanto gusta en casa. Yo creo que le gusto, pero es tan difícil expresar los sentimientos cuando pasas de los 10 años.

¿Qué tal Conchi?

Deseando que acaba el día Carles. Me contesta mientras saca un carrito lleno de pan y me facilita dos barras de semillas recién hechas.

¿Qué te ha pasado?

El crío lo ha suspendido casi todo, no sé que tengo que hacer para que saque el curso adelante.

Conchi tuvo un hijo a los 16 años con su novio, un embarazo que provocó que todo el mundo le diera la espalda y, según ella misma, permitió que conociera a su familia de verdad, aquellos que la animaron y la apoyaron en todo momento.

Lo mismo una temporada con su padre trabajando en el campo le vendría bien, por eso de entender lo que es ganarse el pan con el sudor de su frente. Le contesto mientras le ayudo a poner el pan en las estanterías.

Puede ser peor el remedio que la enfermedad Carles, si gana dinero para sus caprichos y le coge gusto lo mismo no quiere volver al instituto.

También es verdad.

Desde el fondo del supermercado, lugar en el que se sitúa la oficina con las cámaras de seguimiento, asoma la cabeza de un hombre trajeado. En cuanto observa por su cientos de ojos artificiales que una de sus empleadas se entretiene moviliza su grasiento cuerpo en busca de la tan ansiada reprimenda.

Antes de que le dé tiempo a decir nada, cojo diferentes barras de pan y disimulo una duda con los ingredientes. Le guiño un ojo a Conchi, que vuelve a sus quehaceres de panadería con la eterna preocupación que un hijo provoca.

Otro día decidiré lanzarme e invitarla a cenar, lo mismo este fin de semana me sonríe la suerte con una combinada y tengo la pasta suficiente para llevarla al restaurante nuevo de la plaza principal. Tengo que investigar más las estadísticas para acertar una buena apuesta esta jornada.

Miro a mí alrededor y empiezo a ver un bullicio de gente alarmante, saco mi móvil y compruebo la hora. Mierda, es el momento justo en el que las familias vienen a comprar con sus hijos y se forman las colas eternas.  Pongo pies en polvorosa y ando todo lo deprisa que está permitido en dirección a las cajas.

Y allí aparece él, despacito en el horizonte con su carrito lleno hasta arriba para ponerse en la única caja que mantienen abierta. Esta salida siempre es la que tiene menos gente, pero el viejete parece que lleva el carro repleto, y con todo lo que venía a comprar yo. Me pongo justo detrás de él en la cola, el pobre no se puede agachar hasta el fondo para coger lo más pesado, así que le ayudo.

Es usted muy amable joven. Me contesta como agradecimiento.

No hay de que, le estoy viendo toda la mañana. Le digo

Pues no me suena de nada.

No te jode, como te voy a sonar de algo si te me has adelantado en todo. La cajera le indica que le de la tarjeta de socio, una acción que le cuesta al hombre como diez minutos entre tantas cupones y rollos de fidelización. Cuando termina comienza a meter las cosas en el carrito y le presto otra vez mi ayuda, se le ve cascadete al hombre.

Muchas gracias otra vez.

No pasa nada hombre, si te puedo quitar un poco de carga lo hago sin problema. Le comento antes de dar mi número de socio a la cajera.

Cuando llegues a mi edad lo entenderás hijo, como cuesta hacer cualquier movimiento con más de ochenta años.

Abuelo, me extrañaría mucho si llegara a su edad, en tal caso, me veo pidiendo en la calle.

No seas tan negativo hijo, todo llega. Me dice antes de irse.

La cajera me mira con ojos de incredulidad, su contrato temporal cada seis meses y un sueldo menor al de la pensión del abuelo parece que me dan la razón. Son muchas las discusiones que he tenido con jubilados, funcionarios y demás, pero si algo he aprendido en este tipo de cuestiones es que es tontería gastar saliva. Todo aquel que se encuentra cómodo quiere conservar esa situación, si los demás no estamos como él es por nuestra culpa, somos unos losers.

No hay comentarios:

Publicar un comentario