Noto un intenso calor, abro los ojos y miro a mí alrededor. Todo está en llamas, la habitación arde por los cuatro costados y no sé qué hacer. La ventana está obstruida por una lengua de fuego que consume mi mesa y todo el trabajo de estos días, a su lado el armario es pasto de las llamas. Comienzan a acercarse a mis pies de forma lenta y peligrosa.
El pánico se apodera de mí, además el humo comienza a provocar estragos en mi respiración. Cuanta más ansiedad tengo, más necesidad me genera el hecho de no respirar con normalidad. Me tranquilizo y miro a mi izquierda, parece que podría salir reptando por la puerta y alejarme lo suficiente para evitar morir calcinado.
Trato de centrarme en el objetivo principal, intento no respirar con rapidez y alcanzar el poco oxígeno que queda en la habitación. Miro a mí alrededor, todo está cubierto de humo negro, parece que el fuego ha descubierto el montón de discos que guardaba en una caja. Consigo tirarme de la cama y a arrástrarme hacia esa dirección, menos mal que me gusta dormir con la puerta abierta.
El fuego está presente en todas las estancias de la casa, el humo no deja ver el techo y la luz empieza a escasear por todos lados. Intento buscar una salida y me tropiezo con la puerta de la otra habitación, sé que no tengo que abrirla por lo que pueda ocurrir, pero una fuerza extraña me obliga a hacerlo.
Junto al calor y el fuego surge una mano, me agarra fuertemente y en mi cabeza resuena una palabra: ¡Ayúdame por favor, yo siempre te quise!
Me levanto de la cama sobresaltado, el corazón va demasiado deprisa para estar vivo y el sudor inunda las sábanas. Consigo mantenerme erguido durante unos minutos, no puedo respirar y mis manos todavía parecen sentir el tacto de esa mano. Miro al suelo y compruebo que hay dos botellas vacías de whisky, una de cerveza y media de vodka.
El reloj marca las 9:30, no sé el día en el que me encuentro y mi cabeza todavía se encuentra desorientada por esta situación. Busco el tirador de la persiana y la levanto hasta arriba del todo con un sonido bronco, el sol acuchilla mis ojos y revienta aquellas neuronas que se resistían a morir durante la noche.
No sé exactamente dónde estoy, aún a pesar de estar en mi propia casa. Saco la cabeza por la
ventana, vivo en un tercer piso, y compruebo que todo funciona correctamente por ahí abajo. Me da miedo salir de la habitación, anoche cerré la puerta por algún tipo de delirio o razón oculta. Todo huele a alcohol y sudor, esa mezcolanza que siempre odiaba mi madre los domingos por la mañana y que durante estos meses es inseparable a mi persona.
En el suelo hay ropa tirada, unas zapatillas con demasiadas historias y un libro que no recuerdo ni haber leído. Me acerco a la puerta y toco el pomo, mi cerebro indica a mi mano que está ardiendo. Pero todo ha sido un puto sueño y no pasa nada ahí afuera. Lo abro con pánico, ese sentimiento que surge a los 15 años cuando descubres que la vida no mola tanto.
Fuera de mi fortaleza sólo hay polvo. En el exterior de mi cuarto todo está normal: el sofá está en su sitio con las cajas de la mudanza encima, el pasillo dispone de una fregona sin agua y el mocho más tieso que la espalda de mi vecino y el baño inunda toda la casa con ese aroma a bar de viejos que tanto disgusta a las visitas. Quizá por eso no lo limpio nunca, no me gusta que me visiten.
Delante está la habitación del sueño, mis pasos me llevan hasta la puerta y mi cerebro activa el modo pánico otra vez. Si sale una mano de ahí dentro creo que me tiraría por la ventana sin necesidad de razonar la respuesta. Me acerco al pomo y lo giro de un golpe, si pienso el movimiento no lo hago en mi vida. En el interior de la habitación sólo hay cajas de cartón perfectamente apiladas, creo que nunca me llegó a dar tiempo a ordenar todo esto.
La cocina siempre estuvo al final del pasillo, o eso me dijo el que me vendió el piso hace unos años. Información que me importaba una mierda, pero no paraba de repetirla una y otra vez. Con el paso de los meses cada vez que mis pasos me llevaban hasta la estancia más importante de la casa, el puto vendedor se metía en mi cabeza y me decía “La cocina siempre estuvo al final del pasillo”.
Menos mal que nunca caí en la tentación de comprarme una máquina de esas de cápsulas de café, yo soy fiel a mi cafetera italiana y su regurgitar tan característico. En eso estaba cuando suena el timbre de casa, odio que interrumpan el único momento del día en el que disfruto de la espera. Grito que espere un momento, en cuanto sube el café apago el fuego y me dirijo a la puerta de la entrada con una taza entre mis manos.
Ni me molesto en mirar por la mirilla, el bueno ambiente que crea el olor a café no podría destrozarlo ni el comercial más impertinente. Al otro lado de la puerta está Carmina, mi vecina de arriba, una persona que parece que no encuentra la estantería de la sal en el supermercado.
Una mujer que ha sufrido dos embarazos, en sus propias palabras: “Esos hijoputas estuvieron tirando de mis tetas hasta que me las descolgaron, y ahora ni se molestan en venir a visitar a su madre”. A pesar de este pequeño detalle que odia con toda su alma, es una mujer que nunca ha pasado de los veinticinco años, y eso se nota.
Siempre tiene una sonrisa para regalar, siempre tiene un gesto cariñoso con cualquiera y cada vez que entra en casa me quita diez años de vida. Es insaciable, no hay manera de cumplir con las necesidades orgásmicas de Carmina. Cada vez que llama a mi puerta tiemblo, y cada vez que se presenta ante mi persone le agradezco que no me abandone.
Durante los últimos meses siempre se le olvida algo, creo que con demasiada frecuencia profana mi castillo e irrumpe en la sala del trono sin pedir permiso. Incluso me compró un mantelito para la mesa del comedor durante su última visita. Esta vez viene en pos de un poquito de vino blanco para su asado de pollo.
— Creo que tengo un cartón sin abrir en la despensa. Le comento antes de indicarle que entre a casa.
En batín de andar por casa, sus zapatillas con un pompón gigantesco rosa y meneando ese espectacular trasero moldeado a base de programas de cotilleos, la silla de la caja del supermercado y el banco de espera del metro. Ahí va, mi salvación y mi perdición. Nada más cerrar la puerta le indico que se calle un momento, todas las mirillas del rellano resuenan al cerrarse de nuevo.
— ¿Eres consciente que somos la comidilla del edificio? Le comento mientras le acaricio el pómulo, siempre suave y sonrojado.
— Qué le follen a esas viejas mal paridas, les voy a regalar un bono para que se compren todas un buen consolador y dejen de joder al personal. Esta última frase la dice entre gritos.
— No escandalices Carmina, que bastante tenemos con aguantarlos en las reuniones de vecinos.
Ni se molesta en contestarme, se dirige a la cocina y se pone a limpiar una taza. Espero unos segundos para seguirla, ahora toca un poco de sermón por la suciedad y esas cosas que tanto le molesta. Se me olvidó comentar que es un poco maniática del orden, y precisamente no destaco en este apartado..
Escucho resoplar y mover piezas de menaje. Sin más dilación me dirijo a la cocina, se me había olvidado el azúcar para el café. Me paro en el marco de la puerta y sonrío, no había tardado ni medio segundo en hacerse un moño alto. Había empezado por una taza, pero no aguanta que esté todo sucio.
— Podrías fregar después de comer, eres un puto desastre Carles. Me comenta con el estropajo entre las manos.
— ¿Te pongo un café? Le respondo mientras hundo dos terrones en el mío.
— Deberías, pero ni siquiera tienes cucharillas para moverlo.
Cojo un cuchillo de los que acaba de limpiar y muevo el café con él, la miro y sonrío:
— Siempre fui un tipo de recursos.
— Eres un maldito desastre, pero hijo, no había mucho donde elegir. Y si te soy sincera, no estoy para lavar la ropa de otro hombre. Así que ve poniendo mi café, y acuérdate de echar leche desnatada.
— ¿Tengo de eso? Abro la nevera en busca de la leche.
— Pues claro que tienes, la compré y la puse en el cajón de la derecha de la nevera, junto a la tónica y la sidra.
— Hostias, pues lo raro es que no me la bebiera por error anoche. Respondo mientras cojo el cartón de leche y vierto un poquito en la taza. Nunca entendí eso de tomarse el café con leche fría, pero cada uno tiene sus manías.
Termina de fregar los platos y se dirige al baño, se da la vuelta y me mira con cara de resignación. No tarda en lavarse las manos con la pastilla de jabón que trajo el mes pasado y vierte lejía en el plato de ducha, en la taza del váter y en el lavabo.
— Un poquito de higiene no estaría mal, vas a pillar una enfermedad entre tanto enredo.
Dejo la taza de café y me acerco a ella, le planto un beso en los labios y sonrío. No lo puedo evitar, siempre me han gustado las mujeres con ese toque de genio y esa capacidad para ordenar la vida de los demás. Un psiquiatra me dijo una vez que no había abandonado el periodo de niñez, por eso buscaba una madre en vez de una mujer, esa fue la última vez que me vio por la consulta.
Separa mi cabeza con delicadeza, me responde a la sonrisa con ese diente partido que tanto me gusta y me planta una bofetada.
— Esto por desordenado y sinvergüenza.
No puedo evitar una reírme a carcajadas y dejarme caer en el sofá de la inercia. Entre cajas de cartón encuentro un lugar para sentarme, coger un cigarrillo de la mesilla y fumar el primero del día. Este después del café, es junto al de después de comer, el único que no podría dejar ni aunque lo quisiera.
Me mira y vuelvo a sonreír, me quita el cigarrillo y le da una calada. Acaricia el pómulo que me ha dejado colorado y continúa riendo. Me guiña un ojo y se marcha en dirección a la habitación.
— No tardes, tengo que poner el asado antes de las 11. Dice antes de quitarse el batín y colgarlo en una silla.
Totalmente desnuda entra en mi habitación. Siempre me ha fascinado el cuerpo desnudo de la mujer, de pequeño me daban muchos capones por mirar a las mujeres en la playa. Mi tía decía que había salido degenerado, igual que el tío abuelo de su madre. Yo sólo apreciaba cada uno de esos cuerpos, todos diferentes y a la vez tan bellos.
Una última calada, el calor de la nicotina inundando todo mi ser y dejando ese recuerdo voraz que despertará en unas pocas horas. Me apoyo en las cajas del sofá y levanto mi pesado cuerpo, el café ha hecho estragos en el estómago y se ha hecho amigo del alcohol. Pero no es tiempo de ir al baño, es la hora de cumplir con mis obligaciones de vecino.
Carmina había encontrado el vodka y se estaba echando unos tragos mientras doblaba ropa. Al verme entrar por la puerta vuelve a mirarme con esa cara de querer matarme.
— Eres un maldito desastre, toda esta ropa se te echará a perder como no la ordenes. Entre la
humedad de la zona y que la tienes hecha un ovillo, de aquí a nada se la comen los bichos.
Recuérdame que te bajo bolitas de alcanfor después.
Voy respondiendo de forma afirmativa con la cabeza mientras me acerco hasta ella, la beso en sus labios y acaricio su nuca con mis dedos. Siempre me ha comentado que le gustan mis manos: son suaves y dulces, no como las de su exmarido que siempre estaban llenas de callos. La noto estremecer, baja su mano y comienza a bajarme el pantalón corto con el que duermo. Nota que el deseo comienza a arremolinarse en mi entrepierna y sonríe.
— ¿Qué poco me cuesta levantarte el ánimo? Dice mientras se sienta en la cama.
Me termina de bajar los pantalones, se ata bien el moño y me coge de los muslos para acercar mi cuerpo hacia ella. Mira hacia arriba y me sonríe
— Hoy me he levantado juguetona, será este calor que despierta a la Carmina más desinhibida.
Justo cuando me disponía a disfrutar de este momento, empieza a sonar el teléfono móvil. Miro para todos lados en busca de este pequeño aparato del demonio, siempre suena en los momentos más inesperados. Carmina se aparta de mí, coge la botella de vodka y le da otro trago.
— Joder Carles, apaga esa puta mierda. Por una vez que me apetece tiene que sonar la maldita melodía esa que tienes en el teléfono.
— Lo siento, no sabía ni que lo tenía enchufado.
Busco el maldito chisme, que no para de sonar mientras Carmina resopla y resopla mostrando su enfado. Al final lo encuentro en el bolsillo de un pantalón, que al parecer llevaba puesto anoche antes de llegar a casa. En la pantalla se muestra un número muy largo y desconocido.
— ¿Quién es? Contesto
— ¿Es usted el señor Carles Lianiaski?
— El mismo.
Carmina vuelve a dar un trago a la botella, se sienta en el borde de la cama y atrae mi cuerpo con una sonrisa. Guiña un ojo y me indica con la mano que siga hablando, al parecer quiere vengarse de lo de antes haciéndome quedar mal al teléfono. Cuando la veo volver a rehacerse el moño, vuelvo a notar como el cosquilleo vuelve a bajar por mi vientre.
— Le llamo desde el hospital del sureste, concretamente desde la sección de cuidados de pacientes en estado terminal.
— Dígame. La pasión de mi bajo vientre desaparece de golpe ante la sorpresa de Carmina.
— Siento comunicarle esto por teléfono, pero su mujer murió durante la madrugada. Hemos intentado contactar con los dos teléfonos principales, pero al no contestar hemos llamado al suyo.
— Muchas gracias. Carmina se levanta y me ve blanco, su cara de preocupación no necesita que me mire en el espejo para comprobar que tengo que tener un aspecto terrible.
— Le informo que deberán de personarse en el Hospital para cumplimentar los trámites correspondientes.
— Ahora mismo voy. Respondo con voz cortada.
— Muchas gracias por su atención. Se escucha al otro lado del teléfono.
Dejo caer mi cuerpo desnudo en la cama, me siento al lado de Carmina y sujeto mi cabeza con las manos.
— ¿Qué ha pasado Carles?
— ¿Puedes irte? Le contesto con la voz entrecortada.
— ¿No entiendo lo que me dices? Rodea con sus manos mi cuerpo.
— ¡Qué te largues de mi casa! Me levanto de sopetón y desnudo le señalo la puerta de la habitación.
Se levanta totalmente desnuda y se dirige al comedor para coger su batín, lo que provoca un estruendo brutal al tirar dos sillas. Vestida vuelve a la habitación, me mira y aguantando las lágrimas se marcha todo lo rápido que le permiten sus piernas. Tras escuchar el sonido de la puerta al cerrarse de forma abrupta, rompo a llorar.
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