Recuerdo esos días de traje y corbata, esos días en los que antes de despertar ya me faltaba tiempo. Parece que hace más de un siglo de eso, pero sólo han pasado unos pocos meses desde que la psicóloga me recomendó tomar un descanso de mi vida.
Todo parece sencillo, hasta que una mañana intentaba descargar y rellenar el pdf de un cliente, pero no paraba de fallar, ora no se descargaba, ora no permitía abrirlo. La frustración se apoderó de todo mi cuerpo y lancé un iMac de más de dos mil euros por la ventana de un décimo piso. Menos mal que trabajamos en las afueras, si llega a caer en la calle lo mismo estaba en la cárcel.
Después de miradas de sorpresa, intentos de que me tranquilizara y varias visitas del jefe de la oficina, me derivaron a un psicólogo de pago. En palabras del director: “no voy a poner a uno de mis mejores hombres en manos de un psicólogo público”. Para este hombre si algo no tiene un precio elevado es que no es bueno. Nadie le ha enseñado el término valor.
Sólo necesitó un par de sesiones para diagnosticarme un cuadro de ansiedad. No tenía ni idea de que era eso, pero me extendió una receta médica y me dijo que tomara un par de Diazepan antes de ir a dormir. Nada más salir de su consulta fui a la farmacia y los compré, después me metí en el supermercado y compré dos botellas de Whisky. Estuve durmiendo varios días seguidos.
No soñé en ningún momento, sólo dormía y dormía sin ningún tipo de interrupción. Todavía me pregunto como pude estar en ese estado sin cumplir ninguna de mis necesidades básicas. Lo único que puedo decir es que desperté y noté que no le tenía miedo a morir. Fue como una revelación, estaba tranquilo conmigo mismo por primera vez en mi vida.
Ya no tenía necesidad de pagar la letra del coche, ocho años por una cosa que me estresaba todos los días. Tampoco sentía la necesidad de actualizar mi ropa para que los clientes no me miraran mal y no tenía esa ansiedad ir detrás de todas las becarias que llegaba en el periodo estival. Incluso perdí el gusto por la bebida, simplemente estaba en paz.
Comencé a caminar sin rumbo por la ciudad, me pongo esos zapatos que honran al noble visigodo Wamba y dejo que el viento guíe mis pasos. Me da igual que sea una zona con mucho tráfico, una residencia con casas adosadas o uno de esos parques en los que los jóvenes te miran mal por romper su anonimato; todavía creen que la grifa y los litros sólo corresponden a su edad.
El galán de noche despide el verano, la chicharra emite los últimos conciertos de la temporada y el olor a playa parece que se resiste a irse de las calles. Una noche preciosa de un lugar perfecto en un momento adecuado. Aquí estoy disfrutando de este regalo de la naturaleza cuando siento el frío de una hoja metálica sobre mi pecho.
— Deme usted la cartera, el móvil y esa cadenita tan bonita que lleva colgada del cuello. Si no quiere que le pinche, claro está.
Un joven de tez morena, pelo ensortijado y un acento extranjero me amenaza. Al ver que sólo le observo aprieta un poco más su cutter contra la parte alta de mi pecho. Lo peor de todo es que me está atracando un payaso de estos modernos: gorra de visera plana que deja caer sobre su cabeza, camiseta que copia de forma poco conseguida a una marca conocida, unos pantalones rabicortos, unas zapatillas demasiado feas para describirlas y los malditos calcetines blancos hasta las rodillas.
— Te he dicho que me lo des todo. ¿Estás sordo o eres tonto?
Continúo mirando fijamente a mi adversario, miro el cutter y devuelvo con esa mirada de gilipollas que se me pone después de tres tequilas. Mis amigos dicen que me sale una media sonrisa que da ganas de hostiarme toda la cara.
— No me río de ti, te veo demasiado nervioso y me pregunto si es que tienes miedo a la muerte.
— Estás pirado. Te he dicho que me lo des todo. Contesta muy nervioso.
Sin ni siquiera darle tiempo a mediar palabra empujo mi cuerpo y provoco que ese cutter se inserte de forma dolorosa en la parte alta de mi pecho. Ante este acción suelta el arma y da un paso atrás asustado, momento que utilizo para sacarlo de mi carne destrozada y clavárselo en la sien.
No le ha dado tiempo a reconocer su muerte, su cara se aflige por el dolor y abre su boca todo lo que le permiten sus jóvenes mandíbulas. Me acerco hasta su cara, y sujetándolo por el lateral de la cabeza le deseo un buen tránsito hacia la vida eterna.
El dolor de mi pecho hace que me siente en el frío suelo, la camiseta está completamente empapada y pesa demasiado para mantener mi posición erguida. Me hace recordar al comienzo del verano infantil, ese momento en el que no podías esperar a bañarte en el mar y olvidabas que llevabas una camiseta puesta.
La luz se apaga ante mí, los parpados no pueden aguantar mucho más y deciden que es el momento de descansar. La piel de mi brazo se eriza, una gota de sangre ha decidido seguir el caótico camino de la gravedad en dirección a mis dedos. Consigo hacer un esfuerzo abismal para abrir los ojos y apreciar este milagro de la naturaleza.
Toda la calle ha desaparecido, frente a mí está mi hermano balaceándose en el columpio de la iglesia. Con esa sonrisa que siempre le caracterizó de pequeño disfruta de una tarde de verano, las carcajadas inundan todo el espacio hasta que me mira fijamente y para de balancearse.
— ¿Ya estás llorando otra vez? No ves que sólo te has cortado un poco en el brazo, ya te dije que el balancín es para mayores. Que manía tienes con querer ser mayor antes de tiempo.
Baja del columpio y se acerca a mí despacio, mis mejillas están totalmente inundadas. Allí estaba mi hermano, ese adolescente que fue destrozado en su ciclomotor por un conductor borracho. Su tacto es suave, aterciopelado diría yo, y me transmite esa tranquilidad familiar del hermano mayor que cuida del pequeño. Ese sentimiento que hacía demasiado tiempo que no venía a mi mente.
Me limpio las lágrimas con la manga de mi viejo jersey rojo, dirijo la mirada al frente y mi hermano ya no está. En su lugar mi abuela viene con la mercromina en la mano, su cara es una mezcla de reprimenda y de amor.
— No te remangues a la hora de comer, que si te ve tu padre la herida te castigará. Ya sabes que no quiere que vayas a los columpios con los mayores. Y más esos que están llenos de herrumbre.
La miro y vuelven los pucheros a mi cara. Con su presencia ha vuelto ese olor, mezcolanza de sal, arena y colonia barata. Ha vuelto esa tez labrada por el esfuerzo al sol, esa fuerza de la naturaleza que sólo el pasar del tiempo pudo doblegar.
— No llores cariño, si ya sabes que tu padre llega tarde y cansado. Los niños os curáis muy pronto, si fueran mis piernas necesitaría un mes sólo para cicatrizar.
Escucho una voz masculina, giro la cabeza en busca de la reprimenda de mi padre pero sólo veo luz. Abro lentamente mis ojos cegados y aprecio la silueta de un hombre alto. Me hace gestos con la mano, me pide que la siga y lo hago sin problemas. Mira hacia atrás y asiente con la cabeza.
Poco a poco me voy acostumbrando a la luz, mis cuerdas vocales parece que están secas y no me sale ni un simple sonido. Trago un par de veces saliva y todo me quema, parece que estoy ingiriendo lava. Al incorporar la cabeza veo a un policía que me mira de forma inquisitiva, giro la mirada hacia la derecha y compruebo que tengo la mano esposada a la cama.
Se acerca y saca una pequeña libreta de cuero negro. Me viene de golpe un olor muy familiar, el de esa loción de afeitar que usaba mi compañero de oficina que tanto odiaba. Parece que también van al mismo barbero, pues tienen el corte de pelo por el que tantas veces me metía con él. Me asiente con la cabeza, parece que quiere que hable. Así que le contesto que sí con la cabeza.
— ¿Sabe dónde está? Me lanza la primera pregunta
— Creo que en el hospital. Le contesto con voz ronca
— ¿Quiere un vaso de agua?
— Sí por favor.
Me acerca un vaso de agua y echa un vistazo rápido a la libreta de cuero negro.
— ¿Sabe el motivo por el que está en el hospital?
— Creo que por el corte en el pecho. Automáticamente utilizo mi mano libre para tocar un aparatoso vendaje que se sitúa en el lugar del corte.
— ¿Recuerda usted lo que ocurrió? No deja un momento para pensar, todas las preguntas son directas y secas.
— Creo que sí.
— Podría contármelo. Contesta antes de clicar el botón para sacar la punta del bolígrafo, un sonido que siempre me ha molestado.
— Un ladrón se cruzó con alguien que no tenía miedo a morir y le ayudé a que encontrara su camino en el mundo.
Apunta todo de forma ordenada, subraya estas últimas palabras y gira su olor a loción de afeitar hasta mi cara. Cree que acortando las distancias me intimidará o algo por el estilo, lo que no sabe que estoy muy tranquilo. No tengo miedo a morir.
Justo en el momento de lanzar la próxima preguntar le interrumpo
— ¿Por qué esa manía en salvar a la gente? Nadie me ha preguntado si quería volver a esta vida.
Vuelve a escribir, aprieta el botón del bolígrafo de forma nerviosa y se levanta de la silla. Creo que por hoy hemos terminado señor Lianiaski, le quitaremos las esposas en unos días. Pero tiene que entender que un compañero se quedará en la puerta para evitar el riesgo de fuga.
Lo miro y asiento con la cabeza, vuelvo a cerrar los ojos e intento volver a la cocina de mi abuela. Demasiado tarde, sólo veo mi oficina y el ordenador saliendo por la ventana. Mi acompañante sale de la habitación y cuando pasa justo al lado del guardia de la puerta le dice:
— Este tío está tarumba, mañana vendrá el psiquiatra para evaluarlo.
De verdad, no entiendo a esa gente que no está preparada para la muerte. Hay que tener en cuenta que nuestro tiempo en la tierra es limitado, no sabemos cuándo será el momento de tomar el camino de la felicidad. Dejadme tranquilo, yo no tengo miedo a morir.
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