domingo, 24 de mayo de 2020

Whiskey, Blues y Precariedad




Las 10:45de la noche y todo sigue igual. Al abrir la ventana el viento trae ese olor tan característico a Azahar. Mi vecino de arriba inunda mi tranquilidad con debates estúpidos de programas de cotilleos, mientras que mi vecino de enfrente interrumpe mis vistas con sus ejercicios quema grasas desde su balcón. 

Busco entre el montón de discos el único que consigue paliar esta situación, un poco de Delta Blues a todo volumen  mientras preparo la cena. Cojo el vinilo, enchufo el tocadiscos y lo pongo a 45 revoluciones, saco esta preciosidad de su funda y la coloco con sumo cuidado. El que nunca ha tenido uno entre sus manos, nunca ha sentido la música. 

Disfrutar de un vinilo es una experiencia en sí misma, primero sacas el disco de su funda y te impregna con ese olor tan característico. Podría decir que cada uno tiene un olor particular, si me cerraras los ojos te podría seleccionar cada uno de ellos sólo a través del olfato. Después lo palpas, le pasas por encima la gamuza para liberarlo del tan temido polvo y lo pones en el tocadiscos.

El momento de poner la aguja sobre ese preciado tesoro es tenso y a la vez placentero. Es cómo esa amante que sabes que te hace mal pero no puedes dejar de ver todos los días. Antes de que empiece a sonar del disco seleccionado  aparece el silencio musical, ese sonido sordo del comienzo te traslada hasta otra época, hasta otro momento de la historia en el que todo se hacía con mucho más mimo.

Suena un zapato contra el parqué, una guitarra empieza a marcas acordes y Big Joe empieza a pedirle a su amor que no se marche a Nueva Orleans.  Bajo la persiana del comedor, ya está bien de ejercicio por hoy, me acerco al mueble  bar y saco una botella de Juan Caminante. 

Una taza de Blancanieves se erige como el recipiente adecuado para disfrutar de veinte minutos de tranquilidad. Con el primer trago llega el primer cosquilleo en la garganta, la baja de revoluciones del pensamiento y el relax de todos los músculos del cuerpo.  Sentado en el sofá miro fijamente el girar constante del disco.

Cierro los ojos con el segundo trago, mi mente se evade a aquellos días de instituto y universidad,  Missisipi rasga su guitarra y manda a Stagger Lee al hielo y la nieve. Vuelan sobre mi mente caras sin nombre, situaciones sin recuerdo y lugares sin historia. Alguna que otra borrachera que no recordaba, un profesor que murió hace mucho y que viene a la mente demasiado.

Me imagino al bueno de Hurt después de que se arruinara en su Avalon natal, sentado en una mecedora acunando a su vieja guitarra y sin conocer todavía a Morgana. Pensaría que la suerte nunca estuvo con un pobre desgraciado, lo que no sabía es que siempre hay una segunda oportunidad para todo, menos para el amor.

Un sonido agudo y repetitivo me despierta de mi ensoñación.  Charley, el padre de todos estos locos de la guitarra, se ve interrumpido por un maldito cacharro del siglo XXI. Con cada vibración el teléfono móvil se acerca al borde de la mesa, otro cacharrazo y no lo cuenta más. Miro el interior de la taza, queda un trago a lo sumo, el móvil sigue acercándose peligrosamente al abismo. 

Dejo que Charley termine su canción, una más y la aguja dejará de acariciar este precioso disco. El puto móvil sigue interrumpiendo el único momento de disfrute del día.  Avanza inexorablemente hasta su final, le meto un viaje al whisky y estiro la mano para coger el móvil justo en el último momento.

Mi jefe, en la puta pantalla del teléfono aparece el número de esa persona que está presente en todos mis mejores pensamientos.  Anda que no he tenido discusiones con mi padre cuando hablamos de su época en el trabajo, siempre diciendo que nos quejamos por vicios. No le cabe en su cabeza que él desconectaba al salir de la empresa.

La puta tecnología no ha traído nada más que esclavitud a la mal llamada clase trabajadora, son las cadenas del siglo XXI. Antes te ponían un pedazo de hierro entre las piernas y te marcaban a fuego en la piel, ahora te ponen un pedazo de plástico en el bolsillo y te registran en su base de datos a través de un número.

No basta con estar doce horas en el maldito puesto de trabajo, también tienes que estar pendiente del teléfono móvil y del correo electrónico. Tienes que prestar parte de tu imagen para las redes sociales de la empresa, con una sonrisa sincera y tu  ridículo uniforme de trabajo vas mendigando likes y clics a todo el mundo.
Te quejas por vicio, dice mi padre, estás caliente en invierno y fresquito en verano. Sólo tienes que hacer café, fregar tazas y barrer el suelo, hasta las galletas te las traen hechas por otra empresa.  Para eso tanto estudiar, me comenta con sorna. Si es que te dije que nosotros hemos nacido para trabajar, muchos castillos en el aire tenías de joven.  

El teléfono suena en mi mano, no sé si tirarlo o descolgarlo, la primera de las opciones es una utopía, así que le doy al botoncito verde y me lo pongo en la oreja.  Ni un minuto de conversación: mañana abres tú, viene Atanasio  para hacer una entrevista y no me fío del nuevo.  

No hay opción para la réplica, no se le puede decir que esta semana mis turnos pasan de las cuarenta horas legales, tampoco le puedo explicar que llevo más de dos años sin un día de vacaciones o que me debe tantas horas extras. Sólo se puede decir sí, la hipoteca viene todos los meses y no pregunta si estás bien o mal.

Suena la última canción del disco, Hurt termina esta cara con I Got the Blues,  miro la botella de Juan Caminante en el armario, su brillo pide un poquito más de este brebaje hipnotizador. Creo que acompañaré esta canción con un trago, es lo mínimo que puedo hacer por el bueno de Missisipi.  Que le jodan a mi jefe, mañana abriré, pero no pienso hacerlo con una sonrisa.

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