martes, 20 de octubre de 2020

Viaje Frugal



Hacía mucho tiempo que no viajaba en autobús, siempre hay alguna excusa para evitar atarse a un horario fijo de salida y a una ruta serpenteante a través de la geografía de tu propia región.  Las prisas no permiten disfrutar de una vida contemplativa; hay veces que el simple hecho de sentarte  para ver como el paisaje aparece y desaparece en pequeños instantes es un lujo para adinerados. 

¿Rico una persona que viaja en autobús? Te podría sorprender lo que puede llegar a costar tu tiempo. ¿Cuándo fue la última vez que pudiste  sentarte en el sofá a pensar? No es fácil tener una milésima de segundo para reflexionar acerca de la situación actual, de los problemas que tienes en tu vida diaria o de los mensajes que te llegan desde una sociedad cada vez más saturada.

Se supone que el ser humano ha sido capaz de asegurar su existencia; no tenemos que preocuparnos por depredadores o de la alimentación. Disponemos de lugares de cobijo y podemos evitar el frío o la lluvia gracias a nuestro ingenio. Pero la realidad es otra muy distinta, sin un maldito trabajo no tienes comida, techo y, por supuesto, seguridad. 

Y este es el motivo por el que desde los estados no quieren que recapacites, te saturan de mensajes y convierten tu pensamiento en preocupación. Todo el día detrás de ese proyecto que tengo que sacar adelante, de ese regalo que tengo que adquirir para mantener mis relaciones sociales o de ese nuevo cachivache tecnológico que me permitirá ganar un par de horas al día. ¿Cocinar? Mejor compro una olla automática y evito ese marrón. 

Miro a mí alrededor y encuentro a un chaval de unos 20 años con una tableta gigantesca, un móvil de última generación y unos cascos profesionales. Consigue mantener una conversación fluida mientras escribe lo que parecen ser notas para la modificación de una aplicación móvil. Al preguntarle por su motivo del viaje en bus la respuesta es directa: ayer me dieron un golpe al salir del trabajo y no podía posponer la reunión, el ser tu propio jefe tiene estas cosas.

¿Por qué ir al trabajo si puedes hacerlo desde cualquier sitio? Un adelanto de nuestro tiempo, puedes ser parte del engranaje de un sistema cada vez más consumista ofreciendo tus productos o servicios a los usuarios directamente.  Puedes hacerlo desde cualquier lugar y sin las ataduras de un jefe que te indica lo que tienes que hacer. El éxito sólo depende de ti, no obstante si fracasas en tu empresa sólo tú eres el culpable. ¿Sólo los mejores puede vivir en la sociedad del éxito?

¿Qué hacemos aquellos que no formamos parte del engranaje del éxito? Podemos multiplicar los esfuerzos para conseguir un pedacito de pan o podemos rendirnos y caer en la depresión capitalista. No somos triunfadores, no conseguimos crear riqueza de la nada y no tenemos esa idea que nos convertiría en la portada de la revista empreneur. 

Soy el único pringado que lleva un libro de papel entre las manos, lo mejor de todo es que me mareo si leo en el autobús.  Lo he visto en el kiosco de la estación y no me he podido resistir a comprarlo. Al preguntar al hombre que detenta un establecimiento analógico por la situación en este periodo digital, la respuesta no es que sea muy alentadora: el día en el que la generación de mis padres muera, me iré con ellos al paro. Lo único que compran los jóvenes es tabaco, alguna golosina y las estampas de la liga, menos mal que me hice punto de recogida de Amazon. 

Tras darle las gracias e intentar infundirle ánimo a través de una sonrisa cómplice. Cojo el libro,  un pequeño ejemplar de un uno de esos autores que vende millones de libros de autoayuda. Este en cuestión consiste en pequeñas píldoras que te levantan la moral. Al estilo de los aforismos, pero para fracasados que no encuentran su lugar en este mundo.

Abres el libro y todo es inspiración: “No analices demasiado. Simplemente, construye cosas y descubre si funcionan”.  Aprovechando mi viaje al pueblo de mis padres recuperaré los tente de mi niñez, si es que queda alguno, lo mismo me pongo a construir a lo loco y saco algo de pasta. La cuestión es invertir dinero en cosas, luego si eso miramos si funcionan, claramente una persona que parte desde un nivel económico depauperado puede hacerlo sin ningún problema.

Otra de esas píldoras de inspiración dice así: “Si sólo trabajas en cosas que te gustan y te apasionan, no tienes que tener un plan maestro sobre cómo funcionarán las cosas”. Si le llego a decir esto a mi padre en su día me da una hostia a mano abierta que no lo cuento. Vamos a ver pequeño gurú económico de papis forrados y bebedor de Starbucks, el plan maestro lo tiene tu estómago.  Este modo de ver la cosas está muy bien cuando no sabes lo que es aguar la leche para poder compartirla con tu hermano, o cuando el colchón económico de ‘la familia’ puede amortiguar cualquier imprevisto. 

“Si algo te apasiona y trabajas duro, entonces será un éxito”, díselo a mi mujer y a mis hijos. Más pasión que la de nuestro matrimonio y trabajo duro para sacar adelante a los niños no ha sido sinónimo de éxito.  Espero al  autobús para ir al pueblo con un divorcio recién solicitado a mis espaldas. El sueño se desvanece, el éxito parece que tampoco llega en este apartado de mi vida. 

Justo cuando  me disponía a abrir el libro otra vez, aparece el conductor del bus con su bigote sesentero y una calva incipiente que intenta tapar con una cortinilla. La camisa azul celeste no permite esconder la barriga por exceso de aperitivos, todo ello acompañado de un olor a tabaco que no hace nada más que revelar que procede del local de apuestas de la esquina. Con un movimiento del pie abre la puerta, se sube y nos llama uno por uno.

Delante de mí se sube el chico de la tecnología, continúa con su hiperactividad entre pantallas.  Al poner el primer pie sobre los escalones del este monstruo mecánico me inunda ese olor a autobús tan característico; un tío de mi madre me comentó una vez que se produce por culpa de la tapicería que instalan. Me trae recuerdos de juventud, cuando los estudiantes no tenían coche y veías a todos tus amigos, vecinos e incluso a esa chavala que tanto te gustaba en el autobús rumbo al pueblo.

Todos cargados con maletas o macutos de viaje llenos de ilusiones, repletos de futuro e impregnados de esa especie de magia que sólo la juventud puede suministrar. El conductor, un hombre mayor fallecido en la actualidad, se conocía todos nuestros nombres y los de la mayoría de nuestras familias, incluso nos preguntaba por las carreras. Durante todo el camino se comentaba la semana en clase, se emplazaba con los amigos para el fin de semana o se pedía prestado un libro para poder terminar un trabajo.

En la actualidad nada de eso ocurre, el señor del bigote ni me mira a la cara, está metido en una cabina de metacrilato y es el propio viajero el que valida su ticket desde el Smartphone. Al no tener asientos numerados cada uno elige el lugar más apropiado.  Antes buscaba el calor de una buena conversación para soportar la hora y media de viaje, ahora soy el único que no dispone de auriculares. Está claro que cada uno tiene cosas que hacer, siempre hay cosas que hacer.

Intento no acercarme mucho al chico de la tecnología, lo veo mirar por encima de los asientos de forma inquisitiva. Tiene pinta que el contacto físico no le gusta demasiado, su gato y ese cactus que nunca muere son su único resquicio con la realidad. Pongo cinco puestos de distancia y dispongo mi pequeña bolsa de viaje en el asiento del acompañante. Siempre me ha gustado mirar por la ventana al viajar en bus, era el lugar más preciado en aquellos días de semilibertad.

Nuestro amado conductor enciende el motor, el viejo autobús se queja un par de veces pero al momento ruge como una bestia enjaulada. Como veterano en estas lides he evitado el lugar en el que se emplazan las ruedas, ese sitio es una pesadilla de vaivenes constantes si, como suele ocurrir, la amortiguación no está en su punto exacto. 

Aparece una familia árabe al completo a todo correr, el cabeza de familia sube primero y pregunta al conducto cuánto cuesta el viaje. El hombre del bigote gira su cabeza y señala un cartelito situado en el salpicadero: “El billete se compra en taquilla o en la página web de la compañía”. El hijo mayor es acerca y lo lee, parece que el padre no entiende demasiado bien el idioma. Intercambian unas palabras en árabe y la mujer sale disparada a la taquilla.

En unos minutos se suben todos y se sientan en los primeros asientos. Sin entender ni una palabra, sólo por los gestos de la mujer, se puede intuir que lo había avisado con anterioridad y que no quería que el pequeño se sentara junto al mayor, lo quería a su lado para vigilarlo. 

Se cierran las puertas y comienza nuestro precioso viaje a través de la geografía de este nuestro amado país. Hora y media de vaivenes, curvas, pueblos abandonados y demás.  Pero esto es un servicio público, no nos podemos quejar. La estación queda atrás y aparecen las primeras calles de la ciudad, es curioso el tiempo que ha pasado desde la última vez que pasé por esta zona.

La última crisis económica se llevó por delante el último resquicio de tradición del barrio, ya no quedan esos pequeños bares castizos en los que podías tomar auténticas delicias sentado en una barra con compañías efímeras. También han desaparecido los pequeños comercios de alimentación, todavía recuerdo los dulces de esa panadería que hacía esquina. Ahora sólo ves tiendas de alimentación con nombre impronunciables y bazares especializados en imitaciones. 

No se escucha el acento, no se huele el aroma de la tradición, no se aprecia una vestimenta conocida y si decides aventurarte en uno de los locales de alimentación tu cerebro no tendrá recuerdos de estos sabores. Algunos lo llaman multiculturalismo y enarbolan la bandera de la convivencia desde sus barrios residenciales de las afueras, mientras que la vivienda se devalúa y los ciudadanos buscan acomodo en otras zonas de la ciudad.  

El autobús continúa su camino, dejando atrás semáforos carcomidos por la humedad y el sol. Tiene pinta que el ayuntamiento ha dejado de pasar por aquí para comprobar el estado del barrio, ¿no era de los mejores de la ciudad? Uno de esos gestionadores del tráfico nos hace detenernos frente a uno de los parques más castizos de esta maravillosa ciudad.

Pequeños grupúsculos se atrincheran en los bancos del parque, bajo el auspicio de árboles centenarios se amontonan clones de edad temprana. Al parecer todos los peluqueros han estudiado en la misma facultad, y sólo hay un modelo de chándal en la tienda del barrio. Por no decir de esas gorras horteras que todos buscan entres los montones de oferta. 

Luchan con la mirada para ver quién es el macho dominante del parque, entre litronas y alguna que otra estaca se aprecian momentos de tensión. Bicicletas de marca, patinetes eléctricos y algún ciclomotor trucado son sus herramientas de trabajo. Se erigen como los riders sumergidos; todos saben dónde van con tanta prisa y cómo disponen de tanto efectivo para apuestas deportivas.

Se abre el semáforo y nuestro querido autobús ruge al pasar a su lado, todos se quedan mirando a ese mastodonte familiar. Alguno que otro señala y sonríe. Es como si los estuviera oyendo mofarse de nosotros porque somos pobres y cogemos el transporte público. No hay más ciego que el que no quiere ver. 

Dejamos atrás la civilización, sólo nos queda una serpiente asfaltada que transcurre entre montañas y valles. Miro a mí alrededor, mis compañeros de viaje están, ora dormidos, ora escuchando música con sus cascos de última generación. Hago un último intento de leer alguna píldora de inspiración cursi, pero el simple movimiento de apertura del libro trae consigo una ligera nausea. Sólo me queda mirar por la ventana y esperar.


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