En una mesa al fondo de la cafetería observo detenidamente el humo del café, una pequeña estela que poco a poco se diluye y desaparece. Como la vida, empieza muy fuerte y caliente hasta desaparecer en el espacio/tiempo sin dejar nada más que un recuerdo y un aroma determinado. Levanto la cabeza y sólo veo tristeza, lo único que perturba esta paz es el rugir del informativo matinal.
No son buenos tiempos, cada nuevo parroquiano se acerca a la
barra y levanta la cabeza para que el dueño del bar lo pueda reconocer y servir
su consumición habitual. El único que ha tenido que señalar en la carta lo que
quiere es un servidor, además de ser el único que ha cogido la mesa de no
fumadores.
La televisión anuncia a bombo y platillo que empiezan las
obras de la nueva urbanización en el sur de la ciudad. Todas las miradas se
dirigen a la tele y muestran con un gesto mudo su disconformidad con las
iniciativas de los gobiernos del cambio. Tanto que prometían cuidar el
medioambiente y a las primeras de cambio se quedan con el cheque de un gordo
grasiento.
Pago mi consumición y pongo rumbo al norte, menos mal que
este camino lo he recorrido millones de veces. Entre la niebla y el frío, que
me obliga a esconderme tras la bufanda, no hay manera de orientarse más allá
del horizonte. Paso por esas calles estrechas en las que se podía jugar al
fútbol teniendo como porterías las simples esquinas, poca gente tenía el lujo
de un coche.
Ya no suena las emisoras de radio en las casas; no se
escuchan los sonidos de la vida. Todo huele a soledad, nada más que hay
abandono en estos pequeños barrios obreros. Ni siquiera se ven gatos por la
calle, un día decidieron marcharse a otro lugar y abandonaron a sus vecinos.
Quizá consiguieron prever lo que se avecinaba y decidieron que era mejor buscar
otro sitio para ser feliz.
Al final de la calle están las escaleras que suben al monte
y te llevan al pinar. Un sitio al que
todos íbamos de pequeño a jugar al escondite, a por ramas para nuestro fuerte o
a buscar piñas que contuvieran los preciados piñones. Todos íbamos armados con
nuestras ballestas hechas con pinzas por si aparecía el temido monstruo del
pinar, siempre había algún conocido que lo vio en su día pero nadie lo
consiguió encontrar nunca.
La niebla es muy espesa en esta zona, subo las escaleras y
me sitúo en la parte más alta del pequeño cerro. Prácticamente voy a ciegas,
los recuerdos de mi niñez me llevan hasta la
entrada al pinar. Al llegar al lugar indicado por mi memoria encuentro
frente a mis narices un cartel que pone prohibido el paso. Miro a mi alrededor
y no puedo apreciar nada, sólo niebla.
No puedo ver los pinos, pero los puedo oler como si
estuvieran frente a mí. Incluso distingo ese toque a savia fresca que emanan
algunos troncos viejos. Recuerdo que mi abuelo siempre decía que antes que el
barrio o que la ciudad estaba el pinar. Este siempre ha sido el escondrijo
perfecto para los enamorados, todos los jóvenes del barrio hemos grabado
nuestros sentimientos en estos árboles.
No puedo reprimir una lágrimas, menos mal que no hay nadie
por aquí, al recordar ese día de septiembre en el que le quité un cuchillo a mi
madre y grabé nuestros nombres en ese viejo árbol. Creo recordar que ahora
estás casada y tienes hijos, cumpliste tu promesa adolescente y escapaste de
aquí. Supongo que ahora serás funcionaria y vivirás en la capital, tendrás tres
preciosos hijos y un marido que te adora.
Aquí sólo nos queda miseria, ya ni siquiera van a dejar el pinar.
Empieza a clarear, se escuchan las máquinas destrozando
árboles para hacer hueco a ese nuevo centro comercial. Mis lágrimas empiezan a
caer de forma descontrolada, estoy tan triste que escucho los lamentos de los
árboles al ser separados de sus hermanos. El sol atraviesa la niebla y señala,
cual foco de televisión, a las excavadoras asesinando de forma despiadada a mis
queridos pinos, adiós a mi amor adolescente.
Esa lágrima solitaria ha marcado el camino para las demás,
la niebla desaparece y permite apreciar todo a mí alrededor. Hay una multitud
de personas mirando con tristeza la destrucción de nuestro pinar; algunos
lloran en solitario como yo, otros sin embargo han venido en pareja y abrazados
señalan el lugar en el que se declararon hace unos años.
Hay muchas caras conocidas: los vecinos de mi madre que se
casaron con 18 años y siempre han vivido en el barrio o un compañero de escuela
que heredó el negocio de su padre demasiado joven para disfrutar de la vida. Al
mirar a la lejanía y fijar mi vista puedo apreciar vestimentas de otra época,
caras que hace tiempo desaparecieron y parejas que han pasado a la leyenda
popular de pueblo. Todo el mundo ha querido despedirse de un trocito de nuestra
historia.
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