jueves, 5 de noviembre de 2020

Prohibido el Paso

 


La humedad de estos días cala hasta los huesos; el frío ha llegado y con él las malas noticias. La niebla cubre gran parte de la ciudad, apenas puedes distinguir las luces de las pocas cafeterías que han conseguido superar los tiempos de crisis. El aroma a café, tabaco negro y algún efluvio etílico atraen a los escasos viandantes que se atreven a salir en estas circunstancias.

En una mesa al fondo de la cafetería observo detenidamente el humo del café, una pequeña estela que poco a poco se diluye y desaparece. Como la vida, empieza muy fuerte y caliente hasta desaparecer en el espacio/tiempo sin dejar nada más que un recuerdo y un aroma determinado. Levanto la cabeza y sólo veo tristeza, lo único que perturba esta paz es el rugir del informativo matinal.

No son buenos tiempos, cada nuevo parroquiano se acerca a la barra y levanta la cabeza para que el dueño del bar lo pueda reconocer y servir su consumición habitual. El único que ha tenido que señalar en la carta lo que quiere es un servidor, además de ser el único que ha cogido la mesa de no fumadores.

La televisión anuncia a bombo y platillo que empiezan las obras de la nueva urbanización en el sur de la ciudad. Todas las miradas se dirigen a la tele y muestran con un gesto mudo su disconformidad con las iniciativas de los gobiernos del cambio. Tanto que prometían cuidar el medioambiente y a las primeras de cambio se quedan con el cheque de un gordo grasiento.

Pago mi consumición y pongo rumbo al norte, menos mal que este camino lo he recorrido millones de veces. Entre la niebla y el frío, que me obliga a esconderme tras la bufanda, no hay manera de orientarse más allá del horizonte. Paso por esas calles estrechas en las que se podía jugar al fútbol teniendo como porterías las simples esquinas, poca gente tenía el lujo de un coche.

Ya no suena las emisoras de radio en las casas; no se escuchan los sonidos de la vida. Todo huele a soledad, nada más que hay abandono en estos pequeños barrios obreros. Ni siquiera se ven gatos por la calle, un día decidieron marcharse a otro lugar y abandonaron a sus vecinos. Quizá consiguieron prever lo que se avecinaba y decidieron que era mejor buscar otro sitio para ser feliz.

Al final de la calle están las escaleras que suben al monte y  te llevan al pinar. Un sitio al que todos íbamos de pequeño a jugar al escondite, a por ramas para nuestro fuerte o a buscar piñas que contuvieran los preciados piñones. Todos íbamos armados con nuestras ballestas hechas con pinzas por si aparecía el temido monstruo del pinar, siempre había algún conocido que lo vio en su día pero nadie lo consiguió encontrar nunca.

La niebla es muy espesa en esta zona, subo las escaleras y me sitúo en la parte más alta del pequeño cerro. Prácticamente voy a ciegas, los recuerdos de mi niñez me llevan hasta la  entrada al pinar. Al llegar al lugar indicado por mi memoria encuentro frente a mis narices un cartel que pone prohibido el paso. Miro a mi alrededor y no puedo apreciar nada, sólo niebla.

No puedo ver los pinos, pero los puedo oler como si estuvieran frente a mí. Incluso distingo ese toque a savia fresca que emanan algunos troncos viejos. Recuerdo que mi abuelo siempre decía que antes que el barrio o que la ciudad estaba el pinar. Este siempre ha sido el escondrijo perfecto para los enamorados, todos los jóvenes del barrio hemos grabado nuestros sentimientos en estos árboles.

No puedo reprimir una lágrimas, menos mal que no hay nadie por aquí, al recordar ese día de septiembre en el que le quité un cuchillo a mi madre y grabé nuestros nombres en ese viejo árbol. Creo recordar que ahora estás casada y tienes hijos, cumpliste tu promesa adolescente y escapaste de aquí. Supongo que ahora serás funcionaria y vivirás en la capital, tendrás tres preciosos hijos y un marido que te adora.  Aquí sólo nos queda miseria, ya ni siquiera van a dejar el pinar.

Empieza a clarear, se escuchan las máquinas destrozando árboles para hacer hueco a ese nuevo centro comercial. Mis lágrimas empiezan a caer de forma descontrolada, estoy tan triste que escucho los lamentos de los árboles al ser separados de sus hermanos. El sol atraviesa la niebla y señala, cual foco de televisión, a las excavadoras asesinando de forma despiadada a mis queridos pinos, adiós a mi amor adolescente.

Esa lágrima solitaria ha marcado el camino para las demás, la niebla desaparece y permite apreciar todo a mí alrededor. Hay una multitud de personas mirando con tristeza la destrucción de nuestro pinar; algunos lloran en solitario como yo, otros sin embargo han venido en pareja y abrazados señalan el lugar en el que se declararon hace unos años.

Hay muchas caras conocidas: los vecinos de mi madre que se casaron con 18 años y siempre han vivido en el barrio o un compañero de escuela que heredó el negocio de su padre demasiado joven para disfrutar de la vida. Al mirar a la lejanía y fijar mi vista puedo apreciar vestimentas de otra época, caras que hace tiempo desaparecieron y parejas que han pasado a la leyenda popular de pueblo. Todo el mundo ha querido despedirse de un trocito de nuestra historia.






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