Todo comenzó un jueves de otoño por la tarde; lo recuerdo, no porque haya sido uno de los momentos que más me han marcado durante los últimos meses, está grabado en mi mente porque esa tarde llovió a cántaros (como la preciosa canción de Pablo Guerrero) y mis zapatos favoritos no aguantaron la furia de la naturaleza.
Nada más entrar por la puerta de casa tuve que abandonar mi ropa y mis zapatos para no poner todo el suelo perdido de agua. Llamaba a mi mujer para que trajera un barreño para que no goteara toda la casa, pero no recibí ningún tipo de respuestas. Supuse que estaría en el baño o habría ido a casa de sus padres a ver si les había entrado agua.
Así que me desvestí casi al completo, me dejé los calzoncillos para no ir con eso al aire y resfriarme, y salí disparado al baño para darme una ducha caliente. Cuando pasé frente a la puerta de la cocina encontré a mi mujer sentada en la mesa con una copa de vino entre sus preciosas manos recién arregladas, no pude reprimir un gesto de sorpresa al verla con la mirada perdida.
No tardó en percatarse de que había una persona casi en pelotas frente a ella, así que giró sus ojos azules hacia mí y me indicó que me sentara. Cada vez que esos ojos del color de la hiel me miraban fijamente se me encogían las pelotas, era un acto reflejo de mi cuerpo ante un poder que no podría explicar en mi vida. Mi mujer tenía un temperamento muy fuerte, capaz de estampar un plato en la pared o de lanzar por la ventana la televisión por culpa de una disputa doméstica.
— ¿No me has escuchado cuando te he llamado? Le dije mientras me dirigía al baño a por una toalla.
— No me he percatado. Comentó tras un generoso trago de vino.
Después de secarme un poco todo el cuerpo, me senté sólo con los calzoncillos en la cocina a la espera de una nueva reprimenda de mi mujer. En esta ocasión no se me ocurre nada de lo que podría recriminarme, durante los últimos meses fui un marido ejemplar que viene directamente del trabajo y realiza todas las tares que puede en casa.
— No puedo seguir con esta falsa Julián.
— ¿Qué falsa? ¿De qué me estás hablando?
— Desde hace meses me veo con otro hombre. Quiero irme a vivir con él en los próximos días.
Ni siquiera pude dilucidar una respuesta coherente, mi cerebro había explotado en mil pedazos y todavía me pregunto cómo no cogí una silla para estamparla contra la pared. La verdad, era algo que podía sospechar durante los últimos meses y que podía llegar a comprender, pero el que te diga que está preparado para este mazazo es que miente.
Salí de casa sin ni siquiera coger algo de ropa, tomé las llaves del coche del aparador de la entrada y me dirigía a casa de mis padres. Toda la noche mi madre me recordó con todo lujo de detalles las advertencias que me dijo durante nuestro noviazgo y siempre se acordaba de todas las cosas que mi difunto padre me recomendó en caso de ocurrir algo parecido; todas ellas fueron obviadas por supuesto.
No hubo un gran cambio en mi vida, a los pocos días mi ex-mujer trajo a casa de mis padres una maleta con mi ropa y se despidió dejando los papeles del divorcio. Lo llevaba muy bien, iba al trabajo con normalidad, recuperé alguna vieja amistad del barrio e incluso me hice el abono del club de fútbol de mi juventud. Todo el mundo me decía que era un ejemplo para los ex-maridos de la zona.
Sin embargo, llegó ese día fatídico en el que los vi pasear por una de las calles céntricas de la ciudad y pude comprobar desde la lejanía la felicidad en la cara de mi mujer. Sentí odio, una agresividad que nunca antes había estado en el interior de mí ser. Cuando la razón recuperó el control de mi cuerpo pude comprobar que estaba andando a una velocidad inusitada hacia la pareja con los puños tan apretados que un hilillo de sangre corría allí donde las uñas perforaban la piel.
Acabé en un bar cualquiera con demasiados whiskeys para mi pequeña estatura, en los próximos tres meses no pude salir de mi vieja habitación en casa de mis padres y eso me costó el trabajo, una reprimenda de mi madre y más de una crítica afilada por parte de los vecinos que tanto me querían.
No paraba de escuchar a mi madre una y otra vez que me estaba echando a perder, que dejara de lamentarme y me portara como un hombre, como hizo mi tío abuelo Joaquín cuando perdió a su mujer en la guerra civil. Todo sermones y sermones, pero yo sólo quería estar en la cama viendo telebasura todo el día.
— Levántate de una vez que te he buscado trabajo. Dijo uno de esos días.
— No quiero trabajar. Comenté enfadado.
Con varios movimientos impropios para una mujer de su edad consiguió que la luz y la brisa de la mañana entraran por la ventana. Además de levantarme y conseguir que me vistiera para que tomara la dirección que me había dado, que me resultaba familiar pero no encontraba una imagen en mi memoria de algún bar o tienda característica. Mi sorpresa al llegar al lugar consiguió arrancarme una sonrisa y pensar en lo sorprendente que era mi madre.
— Tu madre me ha dicho que eres un tío huraño y que te gusta ver la tele muchas horas, así que este trabajo te viene como anillo al dedo. Me dice un viejo con un mono azul y un sombrero viejo de paja.
— ¿Tú eres el enterrador? Le pregunto.
— Lo era, ahora eres tú el nuevo enterrador.
— ¿Pero esto no tiene que salir a concurso o algo?
— El concurso lo pongo yo, por Margarita hago lo que sea, así que no te quejes y estate al loro que tienes una semana para aprenderlo todo.
Esta conversación tuvo lugar hace unos meses y desde entonces soy el enterrador de uno de los cementerios más importantes de la zona. He de decir que me encanta mi trabajo, no tengo ningún tipo de problema con la gente: todos son amables y agradecen mis servicios, incluso me dan alguna propinilla por Navidad.
¿Quién en la actualidad no desearía un trabajo con casa propia? Vivir en el cementerio tiene una gran serie de ventajas, no tienes vecinos molestos y todo es paz y tranquilidad.
La única pega que se le puede atribuir a mi trabajo son los visitantes nocturnos que tengo: Vicente siempre me cambia la tele para ver el fútbol, era una aficionado del Valencia y no se piensa marchar hasta que gane una Champions League; Adela está obsesionado con mi dieta, siempre me insiste en que la cantidad de comida que ingiero a diario es insuficiente; sin olvidarme del bueno de mi tío abuelo Joaquín, que siempre me cuenta la misma historia en la que consigue sobreponerse a la muerte de su mujer con entereza y una recta actitud.
El enterrador, así me llaman cada vez que me acerco a la ciudad a comprar. Me siento orgulloso de lo que hago y me gusta explicarle a la gente la belleza de un cementerio y toda la historia que hay entre estos muros. No dudes en visitarme para comprobar al hombre más feliz del mundo.
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