La noche empieza a tejer su manto en el cielo y las estrellas comienzan a formar todos esos puntos luminosos que atraen e hipnotizan a los jóvenes. La humanidad, no satisfecha con Gaya, envuelve todas sus calles con aparatos lumínicos y oculta estos dones para crear una sensación artificial de vida nocturna.
En una de estas calles, un hombre se encuentra estacionado en el exterior de un cajero automático. Su vista perdida ni siquiera se molesta en comprobar las personas que le rodean o lo que acontece en su entorno más cercano, simplemente tiene los ojos abiertos por costumbre pero lo que observa está dentro de su cabeza.
Todos los transeúntes levantan la vista de sus dispositivos digitales y observan a este personaje para evitar golpearlo en su andadura preestablecida. Algunos lo miran con cara de asco y se alejan todo lo posible en una maniobra preventiva para evitar enfermedades o problemas físicos, otros se acercan con unas palabras de lástima y dejan en una lata de conservas vacía unos céntimos para acallar sus conciencias.
Dos jóvenes, carentes de cabello, se acercan detenidamente y con una patada lanzan la pequeña lata de conservas. El hombre mira detenidamente a estas dos personas y levanta su cartón de vino para echar un trago.
— Mírale— dice uno de ellos— ahí sigue bebiendo vino esta lacra social.
— Ahora no podemos hacer nada, pero esta noche le daremos su merecido. Dice el otro mientras le tira un céntimo con violencia.
Bajo la mirada atenta de todos los transeúntes los dos jóvenes siguen su camino y desaparecen entre el gentío. Con una serenidad pasmosas recoge una a una todas las monedas del suelo y vuelve a recuperar su asiento para continuar apreciando la caída de la noche; es cuestión de tiempo que las personas vuelvan a sus casas y tenga que resguardarse dentro del cajero para pasar una noche más en la calle.
Un hombre trajeado corre en dirección al cajero y sin querer desparrama todas las monedas que había recogido el vagabundo del suelo.
— Las prisas son malas consejeras abuelo —dice mientras se agacha a recoger las monedas — pero no te preocupes que yo me encargo de recogerlas todas.
En unos pocos segundos recoge todas las monedas y las devuelve a su lugar, este momento le sirve para ver de cerca al vagabundo y emitir una expresión de asombro.
— ¿Paleta? Dice con sorpresa.
El hombre gira su cabeza en dirección a su interlocutor, da un trago a su cartón de vino y abre los ojos de forma desconsiderada.
— Hace mucho tiempo que no me llaman así. Dice entre susurros.
— Lo sabía, nunca olvido una cara. Comenta el hombre trajeado con alegría antes de sentarse en la acera junto a él.
— Te vas a manchar el traje que llevas.
— Me da igual, tengo muchos más en casas.
— En ese caso, toma un poco de vino.
El hombre trajeado coge el cartón de vino y lo deja entre sus pies sin tomar ningún trago, con un golpe de vista rápido analiza detenidamente la ropa andrajosa y la barba blanca con toques amarillos de su protagonista antes de preguntar:
— ¿Qué te ha pasado?
— Es demasiado largo de contar y parece que tienes prisa.
— Hazme un resumen rápido por lo menos, por los viejos tiempos. Comenta con vehemencia el hombre trajeado
— La constructora cerró y me quitaron la casa. Un día me di cuenta de que no tenía familia ni amigos que me pudieran echar un cable, así que cogí un saco de dormir el poco dinero que tenía ahorrado y me vine a vivir a la calle.
— Pero si eras el mejor estructurista que teníamos en la promotora, te llovían las ofertas desde la competencia y has cobrado una pasta en estos años.
Paleta coge el cartón de vino y apura el resto de un solo trago, mira al frente con la mirada perdida e intenta acomodar su cuerpo dolorido en el cojín desgastado que usa para aguantar las largas horas de vigilia.
— La hipoteca de la casa y del coche se llevaban casi todo mi dinero.
— Y el paro y las ayudas, por lo menos podrías alquiler una habitación o algo para no estar en la calle. Dice mientras se levanta de la acera con gestos de dolor.
— ¿No te enteraste?
— ¿De qué? Responde el hombre trajeado
— Cambiaban nuestros contratos cada seis meses de empresa para que no tuviéramos antigüedad y prácticamente derechos, así que a los pocos meses de estar en el paro me quedé sin prestación.
— Espera un segundo paleta.
El hombre trajeado mira con gesto de resignación y lástima a su amigo antes de dirigirse al cajero. Al poco tiempo aparece con un fajo de billetes de veinte y diez euros que le facilita en un sobre.
— Aquí tienes cuatrocientos euros, el cajero sólo me deja sacar seiscientos y necesito el resto para una comida de empresa. No te muevas de este lugar que yo me encargaré de buscarte trabajo, la construcción vuelve a levantar y eres el mejor en tu puesto. Confía en mí.
Con un gesto de agradecimiento coge el sobre y lo introduce en su mochila, nadie sospecharía que una persona con esta apariencia tuviera ese dinero en su poder. La gente empieza a buscar un techo en el que cobijarse y las calles se quedan vacías, es la hora de hacer la cama en el interior del cajero para dormir.
La fiel compañía de Ernest siempre es agradable y ayuda a conciliar el sueño. Sin embargo, una persona que duerme en la calle nunca cuenta con un descanso profundo y dispone de un sexto sentido que lo tiene alerta para evitar robos o agresiones de otros vagabundos: En la jungla de asfalto no hay reglas.
A las tres de la mañana, minuto arriba o minuto abajo, los ruidos de unas pisadas y el susurro de diferentes voces provocan su desvelo. Podrías levantarse, podría gritar pidiendo auxilio o simplemente podría levantarse y luchar, pero hace demasiado tiempo que la vida dejó de tener sentido.
El humo comienza a ocupar todo el espacio del cajero y las llamas empiezan a reproducirse gracias a los cartones y a la ropa vieja acumulada en su interior. Polvo somos y en polvo nos convertiremos susurra mientras evoca recuerdos de su infancia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario