sábado, 10 de noviembre de 2018
Es la vida
Cambio de trabajo y cambio de rutinas. No hay nada mejor que encontrar algo de laburo (diría un buen amigo argentino) en el centro de la ciudad, incluso compensa eso de que sólo lo tengas durante las semanas que dure la enfermedad del titular. No hay nada mejor que tener la oportunidad de pasear cuando la urbe está todavía bostezando.
Mi rutina es muy sencilla: suena el despertador y me levanto como una centella, ejercicios para mantener el físico acorde con estos nuevos tiempos, una ducha rápida y café calentito antes de salir de casa. Por el camino siempre intento comprar alguna pieza de fruta para echarle un poquito de gasolina a los músculos cansados.
Todos mis amigos siempre me comentan que ando como si me persiguieran, debe ser que me estoy convirtiendo en un millenial de esos y voy con la música a todo trapo. Aunque todavía me falta un poco, ya que soy un viejo que usa cascos en vez de esos altavoces tan molones que te obligan a escuchar la música de los demás.
La calle se ha convertido en una auténtica jungla, de aquí a nada me veo en la Andoescuela para que te den el carné de transeúnte. Sales de casa y en el primer paso de cebra un coche no para, lo que provoca un esfuerzo físico importante en forma de salto de longitud urbano.
Vas andando por la acera con tu música, de esas veces que te evades de todo y no sabes ni lo que haces, y una ciclista pasa por tu lado levantando el puño. Al parecer te estaba tocando el timbre todo el rato sin éxito, por culpa de la música no escuchas sus piropos y sólo puedes ver la saliva disparada contra el cristal de un escaparate.
Por si esto no fuera poco, en la actualidad existen todo tipo de transportes motorizados. Sin ir más lejos, ayer un hombre subido en una rueda con música me atropelló al girar una esquina. Lo mejor de todo es que ni me pidió perdón, me empujó y me dijo que me apartara de su camino que siempre estamos en medio.
Tras esquivar el último grito en transporte, un patinete eléctrico que coge una velocidad endiablada, encaucé mis pasos por la avenida principal de la ciudad. El centro de la urbe suele establecerse con la puesta en marcha de los conocidísimos grandes almacenes, esos que antes daban trabajo estable y ahora se unen a la moda de la precariedad.
Levanto mi cabeza y el tiempo se para, toda la humedad de mi garganta sube hasta mis ojos con peligro de desborde. Una retahíla de bolsas de supermercado llenas de ropa guían mis pasos hacia dos figuras enfundados en sendos sacos de dormir. Al pasar junto a ellos aprecio una pareja joven, quizá demasiado incluso para disfrutar de eso que llaman vida.
Las personas que pasan frente a ellos ni se molestan en mirarlos, están demasiado acostumbrados a la miseria para ni siquiera percatarse de que existen. Miran su móvil, giran la cabeza en busca de su reloj último modelo, o buscan un amigo imaginario en la otra acera con tal de no presenciar una estampa tan real como incómoda.
¡Joder! Sólo son dos chicos jóvenes que no tienen ni para comer. Al pasar junto a ellos puedo apreciar que los dos duermen plácidamente en el maldito suelo. Ella, una cara de niña despreocupada está recostada y abraza las piernas de él; incluso se permite el lujo de sonreír con el contacto de su pareja. Él se encuentra sentado y vigilante con una barba desaliñada muestra preocupación en su rostro. No pude aparta la mirada y recordé exactamente el lugar en el que se encontraba, cómo olvidarlo si era el escaparate principal de los grandes almacenes.
Estuve todo el día con esa imagen en la cabeza, llegaban papeles, informaciones, reuniones infumables e inútiles, incluso tuve el honor de participar en la celebración del quinto aniversario de un compañero que no conocí, ni tampoco llegaré a conocer lo suficiente para alegrarme por su situación.
Al terminar mi jornada laboral me enfundé en mi abrigo, puso los cascos en la posición de viaje y empecé a deshacer el camino hacia casa. Al pasar por la avenida principal pude apreciar que la joven pareja no se encontraba allí, pregunté al guarda de seguridad que vigila de forma hierática la puerta de entrada y me comentó que los había echado al abrir.
Hay que joderse, ya te desahucian hasta del puto suelo. Durante los días siguientes se produjo el mismo patrón de comportamiento, cuando pasaba por la mañana estaban durmiendo plácidamente y desaparecían al mediodía. Estuve tentado de despertarlos para invitarlos a desayunar, pero nunca me atreví a realizarlo.
Dicen que la vida siempre da una segunda oportunidad para poner en orden tus cosas, lo paradójico es que suele hacerlo cuando menos te lo esperas. En mi ocasión lo hizo en forma de recuperación milagrosa del titular: un día llegué al curro y encontré que la mesa había recuperado a su legítimo dueño.
Tras una breve presentación, todo muy cordial, el jefe de sección vino apurado diciendo que me había mandado un correo electrónico la tarde anterior informando de la situación. No me enfadé, le desee suerte y me fui por dónde había venido. Ni siquiera me dio tiempo a digerir todo eso de que vuelves al paro, pasas del salchichón y vuelves al chóped más barato, sin olvidar las largas esperas en la cola del paro.
No hay mal que por bien no venga, estaba tan ensimismado en mis cosas que no me di cuenta de la hora que era o del camino que tomaba. Mis pasos, guiados por el destino, me llevaron a la puerta de los grandes almacenes justo en el momento en el que realizaban el desahucio diario de estos jóvenes.
Me acerqué apresurado, saludé con seriedad al guarda de seguridad y les comenté que les invitaba a desayunar en el bar de la esquina. Los dos me miraron con incredulidad, ni siquiera pronunciaron una palabra. Recogieron sus bolsas como autómatas y el chico realizó un gesto de asentimiento con la cabeza.
Costó un tiempo, y la amistad de años, encontrar una pequeña terraza en la que dejaran guardar todas las bolsas a mis acompañantes. Les comenté que pidieran lo que quisieran, la chica miró a su compañero y este volvió a asentir. Los dos pidieron un desayuno completo: tostadas, café y zumo de naranja, nada más.
Pedí un café solo sin azúcar — ¿Cómo os llamáis? — pregunté antes de que trajeran los desayunos.
La chica volvió a girar la cabeza esperando aprobación, él volvió a asentir y sacó de su bolsillo los restos de un reloj Casio.
— Yo soy Eva, mi chico se llama Adrián.
— Encantado. Le comenté sonriendo.
— Muchas gracias por el desayuno. Comentó Adrián mientras guardaba el reloj, su ceño no se relajaba y sospechaba de mi persona.
— Os he visto durante esta semana todas las mañanas durmiendo en el escaparate, pero al volver a mediodía ya no estabais.
— Nos echan todos los días. Respondió Eva con nerviosismo.
El camarero aparece con toda la comanda y con mala cara, el olor, los chismes y la presencia de mis acompañantes no le ha gustado nada.
— ¿Por qué dormís en la avenida principal, si no es mucho pedir? Dije antes de abordar el café.
— Es más seguro. Dijo Adrián.
Los dos estaban famélicos, él lo intentaba disimular por orgullo, pero Eva no se pudo resistir y abordó la tostada con ferocidad. Me levanté de la mesa antes de terminar el café con la excusa de ir al baño y me dirigí a la barra para que le hicieran dos bocadillos a cada uno para que se los llevaran.
Mi amigo me miró con unos ojos que no decía nada bueno, incliné los hombros y le dije con una sonrisa que me habían despedido, así que le ayudaría este fin de semana en el bar sin coste alguno. Cuando se disponía a decirme algo, le volví a sonreír y me dirigí a la mesa. Al volver no quedaba ni rastro de sus desayunos, Adrián no paraba de mirar el reloj.
— ¿Tenéis prisa por ir a algún sitio?
La chica miró de nuevo a Adrián, en vez de asentir como había ocurrido con anterioridad decidió hablar por su propia cuenta.
— Si nos entretenemos más nos quitarán el sitio en la esquina de la plaza, y es uno de los mejores sitios para que te den algo.
— Entiendo, mi amigo me ha dicho que os quiere dar un par de bocadillos para que comáis hoy. Si esperáis un momento, no os quito más tiempo.
— Muchas gracias por su amabilidad, pero nos gustaría que este gesto no se repitiera más.
— ¿Por qué? Comenté sorprendido.
— Sabemos apañárnosla solos, no necesitamos a nadie.
No volvieron a dirigirme la palabra, recibieron sus bocadillos y se fueron tranquilamente en dirección a la plaza. Ella se agarraba al brazo con ansiedad, unos veinte centímetros más baja miraba hacia arriba y comentaba algo entre lágrimas.
Mi amigo vino hacia la mesa, me lanzó un trapo y señaló con el dedo el cubo de la fregona. Al llegar me comentó con cara de tristeza:
— El primer día que los vi en la avenida les llevé un desayuno y recibí la misma respuesta por parte de Adrián.
— ¿Qué le pasa a ese chico?
— Lo arruinó su hermano, hipotecó todo el patrimonio familiar por un negocio que salió mal.
— No jodas. Respondí mientras pasaba el trapo por la mesa.
— Sí tío, Eva me lo contó todo hace unos días. A pesar de que no quieren que les demos de comer siempre le paso algo a escondidas a ella para los dos.
— ¿Y qué pasó con su hermano? Me dirijo a por la fregona para limpiar el suelo de la terraza.
— Se suicidó.
— Vaya historia tío.
— No es una historia Carles, es la vida.
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