viernes, 22 de marzo de 2019

Tú esquina




Vuelvo a dibujar eses en la acera, vuelvo a deambular rumbo a casa en busca de un cojín mullido en el que ahogar esta pena etílica. Tras de mí camina una mujer  con un vestido oscuro, su cabello lacio y totalmente negro azabache conjunta perfectamente con unos ojos marrón caoba. 


Cada vez que giro mi cuerpo me mira y sonríe, me saluda con la mano y me indica que me acerque. Me da mucho miedo. Acelero el paso, pero ella es más rápida que yo y siempre se sitúa a unos pocos metros de mi cuerpo,  en algunos instantes incluso roza mi hombro y me hace sentir un largo escalofrío. 

En ese momento recuerdo el único momento de terror real que he sentido en mi vida: me puse unas aletas de buzo sin saber nadar, cuando me di cuenta estaba demasiado lejos para tocar la húmeda tierra del mar con mis pies. Sólo recuerdo sentir mi cuerpo demasiado pesado para flotar, un escalofrío al notar el cambio de temperatura del agua del fondo y una gran oscuridad.

Vuelvo a girar la cabeza, allí está la mujer de nuevo sonriendo. Creo que me está leyendo la mente o algo así. Intento acelerar el paso, pero el puto Einstein aleja el final de la acera cada vez más y más. Pasa un coche, desde las ventanillas noto que unos ojos se fijan en mí y sonríen; pasa otro coche y el conductor niega con la cabeza al verme.

Continúo andando y empiezo a agobiarme por la presencia de mi perseguidor,  en algún momento se cansará de caminar sin rumbo tras de mí. Me acerco lentamente hasta la tienda de electrodomésticos de la esquina de casa, eso de tener puntos de referencia es magnífico a la hora de encontrar tu destino.

Miro fijamente al escaparate y aparece la figura de un hombre magullado, creo descubrir mis ojos en ese extraño. El cuerpo ha perdido esa posición erguida que tanto me ha dado durante los últimos años, no recuerdo llevar puesta esta ropa y ni siquiera sé si la incipiente barba que aparece en el mentón es mía. 

De repente el sol me apuñala en los ojos, ni siquiera me había dado cuenta de la hora que era. Vuelvo la mirada preocupado, creo que llevo demasiado tiempo parado mirándome en el escaparate y la mujer me puede agarrar en cualquier momento. Sin embargo, ya no estaba allí. Había olvidado que no le gustaba nada la luz, cosas de la noche.

Me cruzo con algún currante que me mira con desprecio, no parece agradarle eso de ir tan temprano a trabajar, o lo mismo se ha peleado con su mujer. Como siempre, el local de apuestas ejerce de imán de aquellos transeúntes que pasan por delante. Da igual la hora, el día o la ocasión, siempre es buen momento para una ruleta o una apuesta deportiva.

Al girar la esquina, después de pasar por una heladería cerrada por temporada, llego a la puerta de mi edificio. Las llaves se esconden en el fondo del pantalón, por lo menos esta vez no se me han extraviado por el camino. Abro la puerta y llamo el ascensor, rezo para que ningún vecino esté en su interior, Dios me escucha.

Otra vez aparece mi imagen reflejada en el espejo, que manía de ponerlo en los ascensores. De nuevo  me observo detenidamente, esta vez para descubrir que no queda ningún atisbo de blanco en mis ojos y que mi nariz parece un silo de misiles negros.

Al llegar al quinto piso un olor intenso a café despierta mis sentidos, uno de mis vecinos tiene que ir a trabajar y me ha regalado el impulso de energía necesario para llegar hasta mi puerta sin golpear nada a mí alrededor. Desde que se hizo con la presidencia la del segundo está todo lleno de macetas y adornos del chino de la esquina, cosas de jubiletas. 

Entro a mi apartamento y miro a la esquina del sofá dónde debería de estar, silencio. Hay demasiado silencio en este habitáculo para poder soportarlo con entereza. Voy al baño, subo la tapa del retrete e intento apuntar bien para no orinar fuera,  frente a mi surgen ojos pintados en los azulejos de la pared. 
No sé si me estoy volviendo loco, o el alcohol me permite vislumbrar mensajes subliminales.
Vuelvo al salón, no sin antes tropezar con un aparador y tirar al suelo algo parecido a una lata de galletas. La humedad en el ambiente es brutal, a pesar de ventilar todos los días y dejar que el sol caliente la estancia, esta mierda de apartamento construido en plena burbuja me está matando con su humedad. 

La soledad de nuevo inunda la estancia, demasiada soledad. Busco una botella que escondía debajo de la tele, dónde los manteles para ocasiones especiales. Echo un trago y vuelvo a mirar su esquina del sofá, vuelve el silencio.  

De repente se escucha la tele del vecino de arriba, ni siquiera ha dado tiempo a que entrara la sintonía de las noticias cuando comienza a llorar de forma desconsolada. Divorciado, sin un hogar y sin nadie que le eche un cable, el pobre hombre llora casi todos los días antes de llamar al teléfono ese de ayuda que tanto anuncian en los buses.

A mí, personalmente, me gusta más echar un trago de vez en cuando y así olvidar el sitio del sofá vacío. Mi mente gira mi cuerpo hasta la habitación, mi cuerpo decide hacer caso a medias y tropieza con la mesita de té tirando todo lo que había encima. Ya lo recogeré mañana, total, quien vendría a verme en este estado. 

Me dejo caer encima de la cama, echo un trago y dejo la botella en la mesilla por si tengo alguna urgencia. El sueño me invade, pero las náuseas no me dejan dormir; demasiadas veces me ha pasado esto para no saber el modus operandi.  Echo un trago rápido, me quito toda la ropa y rindo pleitesía ante mi viejo retrete. Al primer contacto de mi dedo corazón la vergüenza sale de mi cuerpo en dos o tres tandas, ya puedo descansar.

No recuerdo nada, sólo que la oscuridad me invadió y mi cerebro me envía pequeñas punzadas agudas para informarme del comienzo del día. Creo que es domingo, por eso de las campanas y ese sol tan especial que sólo sale el día del señor.  Este día de la semana parece tener algo especial, todo el mundo viste bien y sonríe. 

Consigo levantarme, no sin antes sacar de mí ese veneno que la madre naturaleza nos concede. Incluso en un estado deplorable tienes ganas de perpetuar la especie, siempre ha sido algo que no he llegado a comprender del todo. 

Durante los últimos meses una esperanza ha surgido en mi corazón, creía que si me levantaba y miraba a esa esquina del sofá tu cuerpo aparecería para darme los buenos días. Siete meses llevo haciendo el mismo gesto, y siete meses vuelvo a la habitación y echo un último trago antes de meterme en la ducha. Hoy no ha sido diferente.

El agua caliente limpia las inmundicias de la noche, siempre me ha gustado levantarme y ducharme después de una noche de esas que sales con 50 euros y vuelves con 100. Hay veces que creo que tengo un don para multiplicar el dinero, otras veces pienso que en una de estas me van a dar de hostias y no lo voy a contar. Tampoco se perdería mucho este mundo.

Termino de enjuagarme y miro fijamente a los genitales, no importa nada lo que acontece a su alrededor o lo que pasa por mi cabeza, ellos siempre están ahí dispuestos a despertar y conceder esos tres segundos de evasión física y mental. Ahí está otra vez, la maldita ponzoña con la que nos obsequia la madre Gaia.

Los beneficios del avance humano son maravillosos, en esta ocasión el puto calentador eléctrico se queda sin agua caliente justo cuando más lo necesito. Esto ha sido el karma por querer disfrutar de más de tres segundos de placer diarios. La toalla está húmeda, a pesar de sacarla al solo todos los días esta puta humedad no deja títere con cabeza.

Mi vecino vuelve a llorar y este silencio es inaguantable. Salgo del baño mientras me seco los pocos pelos que me ha dejado la sociedad capitalista, no puedo evitar fijar los ojos en la esquina del sofá vacía. Nunca habría pensado que tu falta provocara todo este desorden en mi vida, mi madre siempre me dijo que el sexo femenino me traería de calle y no se equivocaba. 

Suena el timbre, y yo en toalla, seguro que es la vecina de al lado para que le abra otra botella de vino. Como la pobre no es muy escrupulosa, doy una voz para que aguante un momento en la puerta y me pongo un pantalón y una camiseta, más o menos decente.  Descalzo salgo en pos de la entrada de casa, quito todos los pestillos y abro la puerta.

Allí está el vecino del segundo, un hombre menudo y regordete que ha perdido toda la movilidad de una de sus piernas. Eso sí, no ha dejado de ir a cuidar su huerta todos los santos días a las seis de la mañana.

Dime vecino. Le comento mientras me peino con las manos el poco pelo que me queda.

Hostias, no sabía que estabas en la ducha. Me responde.

Nada, no te preocupes. Estaba ya fuera, lo único que me tenía que vestir.

Lo siento mucho, ya sé que no son horas pero el vecino del tercero me contó lo tuyo.

Me lo crucé  hace unos meses y me preguntó. Maldito chismoso del tercero, no hay manera de escaparse de este prejubilado.

De repente una sombra se escabulle entre mis piernas y entra a mi casa a toda velocidad. Miro a mi vecino, miro hacia el interior de mi casa y vuelvo a mirar a mi vecino.

¿Qué cojones era eso?

Pues eso venía a decirte, que me contó que se murió de leishmaniosis tu perrita hace unos meses y la mía me parió hace unas semanas. La verdad es que no sé dónde meter a tanto cachorro y no quiero darlos en adopción a gente desconocida.  

Lo miro y entro en  el piso a toda prisa. En la esquina del sofá se había acostado esta pequeña bola de pelo, me miraba con esos ojitos tierno de bebé. Giro la cabeza y encuentro a mi vecino en medio del pasillo, disimulando como si no se diera cuenta del desastre de casa de tengo, con una carita de corderito degollado. 

Lo siento, es un poco rebelde todavía. Me contesta mientras da unos pasos para echar un vistazo a la cocina.

Consigo interceptarlo antes de que se meta en el único espacio que mantengo fuera de la observación de los otros. Le cojo del hombro y lo guio hacia la salida.

Muchas gracias por todo, creo que es lo que necesitaba. 

Cierro la puerta y lo dejo con la palabra en la boca, vuelvo hacia el salón y me encuentro a la perrita en la esquina del sofá durmiendo. Miro fijamente al aparador y observo la foto que nos echó esa mujer desconocida en el parque, una lágrima se pasea por mi mejilla y de nuevo comienzo a sentir el silencio.  Un silencio que se diluye entre los gemidos de la perrita, parece que sueña con algo bonito. 

Mi vecino de arriba apaga la tele y ríe, los rayos de sol entran por la ventana y secan la humedad de mis paredes, vuelvo a la habitación para echar un trago. Aún me queda el culo de la botella, justo cuando empezaba a caer el líquido por mi garganta noto un tirón en mi zapatilla. Parece que hay una pequeña rebelde que quiere jugar, miro la botella, miro a la perrita y decido tirar el alcohol. Es hora de volver a mi vida. 

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