lunes, 18 de enero de 2021

Vaciaste el único banco del parque



El sol se resiste a dar el visto bueno al nuevo día, los rayos de luz pugnan con la niebla para alcanzar su meta. Los pocos que se aventuran a estas horas de la madrugada caminan con la cabeza gacha para no perder el camino hasta su trabajo. Son muchos los que detienen su viaje atraídos por el olor del café; el brebaje negro que impulsa al cuerpo para que pueda resistir el día a día.


Entre esta amalgama de viandantes se erige una figura que camina despacio, ya que no tiene un lugar al que dirigir sus pasos. Con gran esfuerzo empuja un carrito de la compra en el que esconde toda su vida. Uno de sus brazos transmite las pocas fuerzas que le quedan, mientras que el otro acarrea dos bolsas con lo necesario para fabricar su alcoba todos los días.


Los pies hinchados le recuerdan que ha vivido demasiado inviernos a la intemperie, siempre acompañado con una pequeña radio a pilas escucha su emisora favorita. Es una de esas costumbres que guarda desde que tenía diez años y ayudaba a su padre en el taller de bicicletas. Con el paso de los años las bicicletas dejaron su lugar a los ciclomotores, y al crecer la ciudad a los coches. Lástima que nunca le alcanzara la economía para adquirir ese pequeño bajo, ya que en un futuro sería un emplazamiento preferente para el centro comercial más avanzado de los ochenta.


Un día llega el dueño del local y te informa que lo tiene vendido a una gran promotora, otro día tu mujer se va con el dueño de ese local y no tienes ni para pagar el alquiler de tu casa. Tanto insistir en comprarte un apartamento y siempre una  negativa por su parte; no quería hipotecar su futuro para poder vivir el presente. Parece que tenía un plan de pensiones desde hacía años, y en ese plan no estaba el pobre de Ramiro. No te das cuenta de lo que ocurre y en cuestión de semanas te encuentras buscando un refugio para no morir de hipotermia. 


Su ruta es siempre la misma, se despierta a las seis de la mañana de uno de los pocos cajeros que quedan en la ciudad en los que puede cobijarse. Recoge con pausa sus bártulos y los guarda cuidadosamente en sus bolsas, inspecciona el carro para ver la ropa que se pondrá esta mañana y abandona el lugar dejándolo impoluto. Si no crea ningún tipo de problema el banco lo dejará dormir todas las noches, si deja el cajero sucio lo cerrarán y tendrá que buscar acomodo en la calle.


Enfila sus pasos hacia la biblioteca pública y pide unos céntimos a los estudiosos para tomarse un café de la máquina expendedora. Pocos son los que lo conocen, pero siempre encuentra a alguien que le saca su descafeinado con leche y le presta un cigarro. Coge su carrito y se dirige al parque para desayunar acompañado de los primeros rayos de sol de la mañana, sintoniza la cadena cope en esa vieja radio que gasta demasiadas pilas y se mantiene informado de todo lo que acontece en el mundo. 


Todo el mundo pasa a su lado y lo observa: a los mayores les suena su figura de su época estudiantil y esas tardes eternas en la biblioteca, a los más jóvenes les llama la atención que siempre esté al sol a la hora de entrar al colegio y a los adolescentes le fastidia que les quite el mejor banco para empezar a conocer los vaivenes del amor. Algunos dicen que antes era muy dicharachero, siempre sonreía y le gustaba discutir de política con los parroquianos del bar de la esquina, pero en la actualidad contesta con una media sonrisa y asintiendo con la cabeza.


Tras varios meses de ausencia obligada, vuelven los viandantes a pasear por la zona. Son muchos los que se fijan en ese banco solitario, en el cierre de las máquinas expendedoras de la biblioteca y en la nueva sede del banco con sólo un cajero en el exterior. A todos les falta algo, pero pocos se acuerdan de ese hombre con los pies hinchados que no consiguió levantarse de su improvisada cama un veinte de marzo. Va por ti viejo. 


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