viernes, 21 de octubre de 2016

Cosas que no se pueden olvidar




El bar de la esquina, no recuerdo su nombre pero la camarera está bastante buena, se ha convertido en mi hogar desde que mi mujer decidiera echarme de casa como a un perro.  No recuerdo el motivo de nuestra discusión, creo que giraba en torno a que me echaran del trabajo o que no era capaz de mantenerme alejado de la cerveza más de dos horas. La cuestión es que me puso las maletas en la puerta y me dijo que me replanteara mi vida.


Siempre he sido un calzonazos, así que en eso estaba cuando apareció mi gran hermano. Tengo que adelantar que es el triunfador de la familia, con su coche alemán y un trabajo en la administración pública que le permite fardar de pasta y vacaciones. Al verlo sentí un puñetazo en el estomago, un golpe bajo que me trae a mi cabeza todas esas imágenes desagradables que sólo un hermano puede hacerte.

Llevo dos horas dando vueltas por la ciudad en tu busca — Te hemos estado esperando toda la mañana para la misa aniversario de la yaya.  

Directo y al grano, como siempre. Acomodo mi culo nervioso en el taburete de la barra y pido una copa más con un simple gesto de mi mano; cuando vienes a un bar de forma frecuente durante días se forma un extraño vínculo camarero-cliente.

Lo había olvidado.

Siempre lo olvidas todos. Eres un puto fracasado que sólo quiere emborracharse a todas horas, con razón te ha dejado Matilde. Me chilla entre aspavientos y esputos de rabia.

No hace falta que chilles, estás avergonzándome delante de todos estos señores. Le contesto antes de tomar un trago de mi nueva copa.

La contestación de mi hermano no se hizo esperar, movió su musculatura bien esculpida en el gimnasio más caro de la ciudad y me empujó con todas su fuerzas. Mi cuerpo, curtido por años de sofá y cerveza, se movió como una pelota de playa llena de grasa en busca del suelo mugroso del bar. El impacto fue tremendo, mis pantalones se llenaron de cerveza y restos de comida con demasiado tiempo en el suelo para poder identificarlos como tal. 

Ni siquiera se molestó en comprobar si estaba bien,  se marchó como una exhalación del bar. Los pocos clientes que estaban en sus asientes a esta hora me miraron entre sonrisas y levantaron sus copas en honor a la hostia que me había dado.  Nunca entenderé esa manía de las misas aniversario ni mierdas por el estilo, cuando en vida nunca le mostrasteis un puto gesto de cariño.

Me levanto con dificultad para dirigirme al baño. Ni idea del motivo de tomar esta decisión la verdad, ya que los pantalones no se podrían arreglar en ese antro pestilente. Al llegar me los quito para evitar que algún cristal pueda penetrar dentro de los pantalones y me corte, ya es lo que me faltaba. Nada más quitármelos  me inunda un calor extraño por el cuerpo y noto las molestias propias de una herida: en mi muslo derecho hay un moratón con forma de alpargata. ¡No jodas abuela!

No hay comentarios:

Publicar un comentario