Después de treinta años fuera de mi tierra, de mi pueblo, de mi gente y de mi familia, por fin he podido pisar esta tierra castigada por el sol y los caciques. Nada más bajar del tren pude oler el mar ¡por fin estoy cerca del mar! Después de tantos años he vuelto a sentir esa frescura que transmite la brisa marina y he vuelto a reconocer esas horrorosas farolas que antaño conformaban el paisaje de mi vida cotidiana.
Descubro entre la gente rostros que me son muy familiares, jóvenes que tiene los rasgos de aquellas personas que me educaron en otro tiempo, de aquellos que compartían las alegrías y las tristezas en los barrios más humildes de la ciudad. El tiempo pasa de forma inexorable y sólo nos queda el recuerdo de aquello que fuimos, pero la vida sigue su curso y ver como el pasado está impreso en el presente te ayuda a mantenerte vivo.
No podía esperar más, me sumergí en las calles que me vieron crecer y empecé a señalar establecimientos ausentes, casas que han desaparecido y descampados que tiene parte de la piel de mis rodillas que ahora ya no están, se han convertido en monstruos de hormigón que te señalan con su indiferencia. El barrio se abría camino y las cuestas empezaban a señalarme el camino a casa, ya queda poco para descubrir a Aquilina, a Maruja con sus quintillizos o la vieja de la esquina que siempre nos pinchaba el balón.
Todavía está grabado el nombre de ese amigo que sufrió un accidente de tráfico y abandonó la vida sin tener tiempo de empezar a vivirla; o ese callejón lleno de pintadas con los nombres de la pandilla. Al doblar la esquina encuentro una calle desierta, ya no hay niños jugando al balón o saltando al elástico, sólo hay coches, coches y más coches que ensucian la bella estampa de mi pasado.
¿Dónde están todos? La casa de maruja tiene colgado un cartel del banco de la esquina que pone: Se vende. Inmobiliaria del banco ***** Teléfono***** con el dibujo de una familia feliz. La casa de Aquilina está cerrada a cal y canto con tableros en las ventanas y con un aspecto de abandono continuado. En la esquina ya no hay una vieja enfadada que nos pincha el balón y sale con la escoba para darnos con ella hasta echarnos de su casa, ahora hay una multinacional de comida rápida llena de extranjeros gordos y sudorosos.
Giro la cabeza y busco la casa de mi vida, esas cuatro paredes que me han visto crecer desde que salí del vientre de mi madre y han sufrido conmigo los suspensos, mi primer amor, la primera vez que me rompieron la cara, la primera experiencia con la muerte de un familiar demasiado cercano para no llorar o el desamor que trajo esa chica de ciudad que me abandonó al acabarse el verano.
Entre dos coches familiares con las vacas cargadas de objetos veraniegas se mece una anciana que sostiene entre sus manos dos agujas y un rollo de lana, a sus pies un pequeño perro color ceniza descansa con las orejas alertas por si alguien no conocido se atreve a penetrar su radio de seguridad.
Me acerco poco a poco para no romper el ritmo de los puntos y cuando estoy demasiado cerca, el perro comienza un ladrido rápido y muy escandaloso La mujer da un tirón de la cuerda e incita al can para que abandone su estado, después levanta la cabeza y analiza detenidamente la figura que tiene frente así.
— ¿Quién eres? Pregunta cegada por el sol
— Un viejo conocido que viene a ver si tienes un sitio para pasar el verano.
— Un viejo conocido que viene a ver si tienes un sitio para pasar el verano.
Las lágrimas empiezan a brotar de sus ojos, no ha necesitado nada más que un segundo para conocer una voz familiar que hacía demasiado tiempo que no escuchaba en persona. Con dificultad se levanta y me abraza entre sollozos. No puedo reprimir tampoco mis lágrimas y le pido perdón por no haber venido antes.
— Lo siento mamá. Perdóname por haber tardado tanto en volver a casa. Le digo mientras su perro me muerde sin piedad la pata de mi pantalón.
Mi madre intenta pronunciar unas palabras pero no consigue juntar dos letras sin que un sollozo inunde todo su cuerpo, ni siquiera se había percatado de que toda su labor se había caído y estropeado. Le doy otro abrazo mientras le digo:
— Tranquilízate mamá. Ahora, ponme al corriente de todo lo que ha pasado aquí.
Se sienta en su silleta, le da un coscorrón al perro para que me deje en paz y saca un pañuelo de tela de su viejo delantal para secarse las lágrimas. Con todo el esfuerzo del mundo consigue tranquilizar sus sentimientos y me dice:
— ¿No estarás metido otra vez en política?
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