Abro la puerta del edificio, los obreros continúan con
el martillo neumático preparando la
pared para el nuevo y moderno ascensor. El
ruido es atronador, las vibraciones se notan en todo el edificio. Me siento en
el borde de la cama y agacho la cabeza.
Las lágrimas empiezan a caer al suelo: tengo 38 años, me acabo de quedar en
paro y ni siquiera tengo una cartilla de ahorros.
Me seco las lágrimas, los hombres nunca deben lloran me
decía mi difunto padre, y miro al póster gigantesco que cubre un agujero de la
pared: Un concierto que nunca se celebró, un día que se suponía feliz y en el
que decidiste apostar por la seguridad del jersey de coderas.
Se acaba la batería del teléfono móvil, el cargador está en
el salón pero no tengo ganas de escuchar frases lastimeras de mis amigos.
Agacho la cabeza y vuelven a aparecer las lágrimas, ya no sé ni llorar. Se escucha
un ruido atronador y un obrero grita que ha cedido uno de los pilares
principales. Levanto la cabeza, el
póster me abraza en su apacible oscuridad y me lleva a ese concierto que nunca
se celebró. Sonrío.