sábado, 9 de enero de 2016

Nuestra cruz pesa demasiado

Foto IC Soler

Suena el despertador y el dolor de cabeza me informa detalladamente de que mis mandíbulas se han marcado una bonita noche de danza; es la tercera férula de descarga que reviento en lo que va de año y esta vez no tengo 300 euros para poder pagarme una nueva. 


No puedo evitar girar todo mi ser para afianzarme al recuerdo de su cuerpo, al olor de su piel después de una noche de sexo y a esos ojos entornados que me deseaban los buenos días. Un dolor que llevo grabado en esa zona interna y que sólo el Whisky parece paliar.  

Aún queda una cosa más en mi rutina auto depresiva; todavía queda echar un vistazo al hueco de la habitación para ver esa mancha negruzca que en otro tiempo anunciaba la visita de Obama, nuestro pequeño Border Collie lleno de energía y amor. ¿Dónde están esos días felices? No lo sé.

La verdad, no tengo ganas de entrar  en la ducha pero necesito mantener el trabajo para vivir bajo techo. Así que continúo con mi rutina diaria y me aseo para adquirir el aspecto de un trabajador feliz, contento y con unas ganas inmensas de disfrutar con todo lo que me rodea.

Tanto lamentarse no me ha dejado tiempo ni para desayunar, así que decido dirigir mis pasos hacia mí trabajo en el Bar ‘Martino el Creyente’ para tomar un pequeño tentempié matutino. Durante todo el camino sólo me acompaña la niebla, una alfombra roja que me indica que es Navidad y el hilo musical de la asociación de comerciantes que tanto odia mi jefe.

El sonido de platos y una pequeña luz bajo la puerta me indica que Carmina ya está en ‘el tajo’, no entiendo la fuerza de esta mujer: casada en segundas nupcias tras sufrir jornadas de intensos golpes por parte de su primer marido -ese amor de juventud que nunca te abandonará-. 

Tiene tres hijos, el primero de ellos está en un centro de rehabilitación tras coquetear con la heroína; al segundo, según sus propias palabras, me lo ha secuestrado una guarra 15 años mayor que él que le ha enseñado lo que vale una mujer; y el tercero está peleado con el mundo, ya que nadie entiende su personalidad tan especial y delicada.

— Llegas tarde y famélico, como es costumbre. Me dice con una sonrisa amplia y sincera mientras me acerca un café recién hecho.

—  Siempre tan amable. Le contesto mientras recojo la taza y la pongo en la encimera.

—  Alegra esa cara muchacho. 

Voy hasta el fondo de la despensa y cojo el delantal negro. Me acerco hasta la encimera, meneo el café y le contesto:

—  No estoy de humor Carmina, esta mañana me he levantado un poco revuelto.

—  Todas las mañanas vienes con la misma cantinela. Anímate hijo, que hoy es 22 de Diciembre y llevamos tres décimos de lotería entre todos.

—  ¿Y? Le contesto y apuro el café de un trago. 

—  Pues que seguro que Dios reparte suerte y nos salva del ogro de Martino. Mira ven acá y pídele a San Pancracio que reparta suerte. 

—  Pero….

—  Ni peros ni leches, ven aquí te he dicho y pídele al santo que nos traiga suerte.

Bajo la mirada autoritaria de Carmina, me acerco al pequeño altar que tiene en una esquina de la cocina y miro fijamente a San Pancracio; con una moneda de cinco duros en el dedo y un auténtico colchón de perejil, este santo bendice los tres décimos que están a su lado. 

Después de pasar un par de minutos pensando en mis cosas, miro a Carmina, le doy un beso en la mejilla y me voy.

—  No olvides abrir la puerta principal, que estoy escuchando al viejo Fermín refunfuñar desde aquí. Me chilla desde la lejanía nuestra madre putativa.

Todos los días a primera hora de la mañana tenemos que abrir la puerta principal para que entren los tres tenores: tres viejos cansados de vivir que castigan sus gargantas con los placeres más oscuros que tiene la sociedad: Ducados, Café y Coñac. 

Al subir la persiana tres sombras escuálidas penetran como un rayo en el local y se sientan en la barra, giran la cabeza y me miran fijamente mientras señalan con un dedo la barra.

— Voy. Les digo con una leve sonrisa.

Como cada mañana, enchufo la cafetera y hago un café americano, un Belmonte y pongo una copa de Coñac y un quinto. Los tres viejetes reciben sus consumiciones, me señalan que les abra la ventana lateral para que puedan enchufarse un pito y comienzan con su eterna discusión para arreglar el mundo a través del balompié. Todo correcto. 

Tengo un par de horas para ordenar la sala y limpiar todo lo que pueda, en poco tiempo llegará Lourdes para hacerse cargo del interior de la barra y comenzar con nuestra jornada frenética de almuerzos, comidas, copas y cenas. 

Al poco rato veo como los tres tenores se levantan de su silla y saludan con sumo respeto, me giro y aprecio que Martino, mi jefe, entra bamboleando su barriga. Me mira de soslayo y con un leve gesto de su boca me indica que le ponga un café con leche, un donut y una tostada de tomate y aceite.

—  En seguida Don Martino. Le contesto antes de lanzarme como un rayo hacia la cocina.

Al entrar casi me estrello con Carmina, que sin dudarlo me lanza una sonora colleja. Siempre nos tiene dicho que no se corre dentro de su cocina.

— Acaba de llegar Don Martino. Le digo mientras froto mi colleja para comprobar que el dolor no se piensa ir en un rato. 

— ¿Lo de siempre? 

— Lo de siempre.Le contesto.

Carmina se va hacia el fondo de la cocina para hacer las tostadas mientras dice en voz baja: Qué poco me queda Señor, bien sabes que hoy me toca la lotería y mando a la mierda al gordo abusón.

Salgo a preparar el café con leche y me encuentro a Don Martino en medio de dos mesas con una retahíla impresionante de décimos de lotería ordenados por filas y en cada una de ellas un cartelito que pone el nombre de una ciudad o de un pueblo.

Esta imagen es más que curiosa, ya que es imposible que pueda ver aquellos décimos que se encuentran cercanos a su cuerpo. Todavía no lo he contado, pero mi querido jefe es un hombre de 190 centímetros de altura y de un diámetro cercano al de la tierra; es como una luna que con su gravedad atrae toda aquella comida que tiene a su alrededor, no se corta en meter la mano en el plato de los demás para probar esto o comprobar aquello.

La brillantina, el bigote poblado y su nariz aguileña convierten al hombre más valiente en un auténtico mequetrefe a su lado. Lo más curioso es que tiene una extraña predilección por el oro, lleva uno o dos anillos en cada dedo, diferentes esclavas de oro y un reloj que vale lo que cobro en dos años. Pero lo más curiosos es que todas su carne se aprieta y se transparenta en unas camisas compradas en el mercado por su mujer; la ahorradora del mes.

—  Niño, date prisa con el desayuno que queda poco para que empiece la lotería.

—  Sí señor. Le digo mientras entro a la cocina a por sus tostadas y a por el donut.

Mientras le servía su pequeño tentempié, Lourdes entra por la puerta, abre los ojos y se persigna. De todos es conocido que Don Martino es un hombre con las manos demasiado largas, digamos que le gusta tocar el género; esto le vendrá de sus años de mercadillo porque otra explicación no tenemos.

En cuanto ve entrar a la pequeña Lourdes, el gordo se levanta y le inserta dos besos en la cara previo roce corporal. La pobre sonríe como puede y se dirige como un rayo a la cocina, seguramente a limpiarse la cara del aceite que ese bigote es capaz de absorber.

— Niño ven aquí. Me dice mientras se sienta entre los lamentos de la silla.

—  Dime Martino.

— ¿Cómo has dicho? Me señala con el dedo.

— Dígame Don Martino. Le comento mientras agacho las orejas cual perro que sabe que le piensan azotar.

— Así me gusta. Dile a los tres viejos esos que se callen de una vez que voy a poner la lotería en la tele y quiero escucharla bien.

— De acuerdo Don Martino. 

Nada más comentarle esta apreciación, los tres abueletes se levantan de sus taburetes y sin mediar palabra salen del bar. La mañana continúa sin más altercados, los obreros llegan a por sus almuerzos y el comedor se llena. Don Martino sigue el sorteo de manera eficaz; se nota que son años de experiencia en esto de jugar a la lotería.

En medio del todo el tumulto se escucha un grito de alegría, Don Martino lanza sus más de 160 kilos al aire y empieza a chillar como un descosido. Todo el local enmudece y lo mira con estupefacción, no es algo normal que el gordo se mueva con esa rapidez y esta…. ¿Felicidad?

— ¡El segundo premio, el segundo premio, el segundo premio! Chilla mientras da saltitos y abraza entre sus enormes pechos cuatro décimos.

La escandalera de este hombre es tal que hasta Carmina sale de sus quehaceres para ver el espectáculo.

— No te desvíes Martino me decía la golfa de mi mujer, ahora no te voy a dar nada por cansina. Habla para él sólo.

Al poco tiempo se da cuenta de que todo el bar le está mirando, se alisa la camisa y con toda la serenidad del mundo les dice:

— Continuad con lo vuestro, simplemente es que me han tocado unos miles de euros, nada importante. 

Se dirige hasta la cocina y ordena a Carmina que prepare su famoso asado, esta noche piensa organizar una fiesta privada con todos sus primos en el bar. Tiene que restregarles en la frente que le ha tocado casi 1 millón de euros en la lotería, ahora es rico y no depende de nadie.

Abandona la cocina y abraza a la pobre Lourditas hasta casi aplastarla contra la barra, mis ojos casi se derriten al ver más de una docena de besitos en las mejillas con la excusa de la felicidad y la alegría; cuánto tiene que aguantar para darle de comer a su hijo.

Continúo con mis quehaceres, no puedo permitirme el lujo de perder este trabajo. Entro en la cocina y me encuentro a Carmina frente a San Pancracio.

— Carmina, ¿Qué haces ahí?

— Nada hijo. Me dice con un leve sollozo.

— ¿Estás bien? Le contesto mientras me acerco hasta dónde está.
Se da la vuelta y me abraza entre lágrimas.

— ¿Por qué la vida es tan injusta?

— Porque la vida es una mierda Carmina. Le contesto mientras la separo de mí y le seco las lágrimas. 

Me da un coscorrón tremendo y entre risas me dice:

— En mi cocina no se dicen tacos. Ni una palabra de lo que acabas de ver, no pienso darle el gustazo a ese gordo sobón de que estoy llorando. No nos ha tocado nada en la lotería, pero seguimos teniendo orgullo.

— Ya vuelves a ser la Carmina de siempre, me habías asustado.

—  Hijo mío, la cruz que llevamos pesa demasiado y en muchas ocasiones provoca que flaqueemos, pero nunca la dejaré caer, eso significaría que me he rendido. Ahora lleva esos platos a la mesa 6 y mueve ese culo de mi cocina.

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