miércoles, 8 de julio de 2015

Relato Corto: Arena, sol y recuerdos




Es la hora de fichar para salir del trabajo y coger mi automóvil recién arreglado para escapar lejos del tumulto y la contaminación de la urbe. Tras la larga e intensa enfermedad de mi padre, por primera vez en 12 años puedo salir de esta cárcel de hormigón a la que llamamos hogar: hospitales, noches en vela, llantos ahogados en la oscuridad de mi habitación, todo se ha terminado.


Mi ex mujer me ha informado que los niños saldrán un par de horas más tarde que yo, que tienen que arreglar unos asuntos de la escuela de verano y buscar un trasportín para el bueno de Lou; seguro que lo pasa mal en la carretera. Espero que no me forme ningún tipo de escenita por teléfono, quiero que mis hijos puedan disfrutar de un verano inolvidable.

Los Suaves y la carretera son una de esas combinaciones que facilitan cualquier viaje. Tres horas de asfalto en soledad hasta llegar a mi destino, todo parece igual que lo dejé. El tiempo no ha pasado para este pequeño pueblo costero que ha conseguido detener el impulso de los buitres especuladores y no ha tocado nada de su centenaria esencia.

Abuelas y abuelos sentados en las puertas de sus casas, todas ellas de una planta nada más, hace que mi mente vuele hasta los tiempos de mi niñez. La Farmacia continúa en el mismo lugar de siempre, el ultramarinos continúa siendo el único bar del pueblo y tiene a sus fieles jugadores de dominó y naipes en su interior. Todos me miran extrañado al ver un coche con menos de 20 años de antigüedad circular por sus calles.

No tardo en descubrir una esquina familiar, ese lugar en el que siempre esperaba a mis amigos de verano para irme a la playa, sólo queda girar a la izquierda y llegar a mi calle. Ahí estaba, como si las crisis, los desahucios o los interminables debates políticos no afectaran a su día a día.

Aparco el coche, el único que existía en esta calle, justo en frente de mi casa y me apeo de él. Frente a mí hay una fachada que se cae, literalmente, a trozos y las rejas de unas gigantescas ventanas con más óxido que hierro. Busco  en mi bolsillo el llavero con la esfera hecha de cuerda y selecciono la llave que tiene una aro de goma rosa a su alrededor. No es fácil abrir una puerta de madera que ha sufrido la erosión del aire salino del mar y quince años de incontinencia climatológica, pero dos empujones y una patada en su base consiguen que se abra.

Ni mis ojos, ni mis oídos, ni mi tacto, es mi olfato quien inunda mi mente de imágenes familiares: playa, primos, amigos, peleas, comidas interminables y el Tour de Francia que dejaba a mi padre embelesado y durmiendo a la vez. Ese olor a rancio y humedad que sale de una casa de playa vieja es algo tan característico y peculiar que sólo si lo has sufrido en tus carnes puedes llegar a apreciarlo.

El polvo se adueña de cada uno de los rincones, los muebles están todos bajo sábanas y parece que no han sufrido más de la cuenta; sólo algún pequeño habitante ocasional que sale disparado nada más sentir mi presencia. Voy habitación por habitación abriendo todas las ventanas para que la brisa marina inunde la estancia y se lleve más de quince años de encierro.

Al final del pasillo principal se encuentra la puerta de los sueños, ese pesado armazón de madera con dos pestillos siempre oxidados que daban paso al patio; un lugar en el que los vaqueros y los indios han vivido auténtica batallas épicas, las mejores campañas del ejército aliado han revivido e incluso un elástico negro servía para que mis primas bailaran al son de las canciones de moda. Un lugar en el que todavía se pueden observar los restos de una vida pasada y alguna que otra marca imborrable de felicidad.

Todo está listo y bien aireado, ahora sólo queda ir a la tienda en pos de un buen arsenal de productos para recuperar la vida de esta preciosa casa. Mientras mi mente evoca algunas escenas infantiles en la que fue mi habitación, escucho un ruido en la puerta de casa y salgo a ver qué ocurre.

Una anciana vestida escrupulosamente de negro con un moño perfectamente establecido en la parte superior de su amarillenta cabeza entra a casa. Con el bastón acompasa los pasos de un cuerpo que se antoja demasiado gastado para esfuerzos de esta índole, me acerco y le pregunto:

—    Señora ¿Le puedo ayudar en algo?

—    ¿Pepe? Me dice

—    Sí soy yo. Le contesto mientras limpio una vieja silla de mimbre y le invito a sentarse.

—    Cuanto tiempo sin verte, por fin has decidido dar el paso y dejar a esa golfa de ciudad.

—    ¿Perdone? Le digo sorprendido.

—    Sabía yo que algún día te arrepentirías de no haber elegido a la mujer que te convenía. Aún guardo la camisa de nuestro último encuentro en la playa de los pozos anchos.

Estaba totalmente anonadado de lo que me comentaba esta anciana, me disponía a preguntarle dónde vivía cuando apareció una mujer de unos 40 años secándose las manos en el delantal y muy agitada.

—    ¡Mamá! Dijo entre suspiros.

—    No te metas dónde no te llaman niña, que estoy hablando con Pepe. Dijo la anciana amenazándola con el bastón.

—    Eres incorregible mamá, no hay manera de tenerte en un sitio.

La anciana mira a su hija y después levanta su mirada hasta observarme a mí, sus ojos se quedan vacíos de esa vida que tenían hace unos segundos y rompe a llorar.

—    Mamá no llores hija, que no pasa nada. Venga vámonos para casa.

—    ¿Dónde estoy? ¿Tú quién eres? Grita la anciana desconsolada.

Con un grito, la mujer llama a su hijo y le pide que acompañe a la abuela hasta casa que en seguida llega ella.

—    Mamá que están dando el pressing catch. Le reprime el niño

—    Haz caso a tu madre y lleva a la abuela hasta casa.

El niño coge a su abuela por el brazo y le insta a darse prisa para no perderse ni un minuto más de su programa favorito. La anciana parecía haber vuelto en sí otra vez y le golpeaba con su gayada obligándole a ir más lento para no tener un accidente. Una imagen cómica que provocó un suspiro de alivio en su hija.

—    Disculpa a mi madre. La demencia senil parece que se agrava con estos días calurosos de verano. Soy Juanita. Me dice extendiéndome la mano después de habérsela secado en el delantal.

—    Me llamo Pepe. Le digo respondiendo a tu saludo.

Me escudriña con sus grandes ojos verdes y lanza uno de sus dedos hasta su pelo para empezar a hacer caracolas con uno de sus mechones. No dice nada, simplemente me mira fijamente de forma descarada. De repente lanza un ¡Eureka! y comenta:

—    Ahora sé quién eres, Pepito el enclenque. Dice mientras lanza una sonrisa.

—    Hacía mucho tiempo que no me llamaban así.

—    Eres la vivía imagen de tu padre. Me comenta mientras sienta su cansado cuerpo en la silla que ocupaba su madre.

—    Supongo que sí, pero no entiendo lo que me decía tu madre.

—    Son rollos de viejos, al parecer mi madre y tu padre tuvieron una aventura veraniega hace más de 25 años y con la demencia tu cara le ha traído a la mente a tu padre.

—    ¡No me jodas! Si mi padre me dijo de todo cuando me separé de mi mujer y dejé a mis dos hijos sin… ¿Cómo decía él? Ya recuerdo, una familia completa.

Juanita lanza una sonora sonrisa y vuelve a levantarse de la silla:

—    Haz lo que yo diga pero no lo que yo haga dice el refrán.

—    Ya te digo. Le comento.

—    No te acuerdas de mí ¿Verdad?

—    Si te soy sincero, no. Le digo mientras le hago una mueca de disculpa.

—    Cómo estabas enamorado de paquita la catalana, ni siquiera me mirabas. Yo siempre iba con mi aparato y la verdad es que estaba bastante gordita.

—    Pues la verdad es que no me acuerdo, pero ahora estás mucho mejor. Le digo mientras le ayudo a sentarse.

Vuelve a meter sus manos en los bolsillos del delantal y comienza a ponerse colorada como un tomate, parece que hace tiempo que nadie le dice nada bonito.

—    Tonto, me has puesto colorada. Hace mucho tiempo que nadie me dice algo así.

—    Tu marido debería de decírtelo a diario, a las mujeres hay que conquistarlas todos los días.

—    Ese animal está lejos de mi vida y no quiero que vuelva, nada más que piensa en fútbol y cerveza. Después de separarnos le tuve que poner hasta una orden de alejamiento para que no me diera la cansera, no entiende que todo se terminó.

—    Un error de juventud que luego se paga, a mí me pasó algo parecido.

Un grito pone en alerta a Juanita que se mueve como una leona cuando nota un peligro latente para sus cachorros.

—    ¡Dieguito! Chilla desde la puerta de casa.

—    ¡Mamá! Ven corriendo que la abuela le ha vuelto a liar en la cocina.

—    Pásate por casa que te invito a un café después de comer y seguimos con esta conversación. 

—    Luego vendrá mi hermana y tendré un poco de tiempo libre, que seguro que no te acuerdas de   nada del pueblo. Me dice mientras sale disparada hacia su casa.

Parece que este verano se pone interesante.

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